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Las industrias culturales e identidades étnicas del huayno
Santiago Alfaro
Las industrias culturales e
identidades étnicas del huayno
 
Santiago Alfaro
 
El universo es cierto para todos nosotros
y distinto para cada uno.

Marcel Proust

 
 
I. INTRODUCCIÓN AL “PODER DEL FOLCLOR”
 
1953. El año en que Mariano Prado de pantalón negro, saco blanco y corbata michi presidía los estamentales bailes de la Lima frac. La primera dama María Delgado de Odría intercambiaba votos por víveres con su cartera al codo. El huachano Ernesto Sánchez, de uniformado poncho negro, oficiaba epopéyicas invasiones en los cinturones de la ciudad jardín. El tarmeño Luis Pizarro Cerrón sacó al aire “El sol de los Andes”, primer programa radial de música popular andina. Fue de madrugada y sin anunciantes.
 
2004. Cincuenta años después. Mientras la dinastía Añaños de ayacuchano origen preside burbujeantes negocios transnacionales, la primera dama Eliane Karp de Toledo, con corona asháninka, decía en quechua que Stanford había redimido a su “Pachacútec”. El Mega Plaza facturaba US$ 100 millones anuales oficiando el asedio comercial a los bolsillos de la ciudad norte. Dina Páucar de pollera protagonizó “La lucha por un sueño”, primera miniserie televisiva basada en la vida de una cantante de música folclórica. Fue en horario estelar y con millonaria publicidad.
 
En estos contextos se produjeron dos de los ingresos del huayno a los medios de comunicación de masas. La metamorfosis cultural de Lima es extraordinaria entre ambas momentos: en el lapso de cinco décadas el huayno —para José María Arguedas (1989, 46) la “voz y expresión más legítima del Perú indio y mestizo a través de todos los tiempos”— dejó la clandestinidad de sus primeras incursiones en la industria fonográfica y se convirtió en un éxito comercial en la competitiva industria audiovisual. De bufón pasó a ser la vedette del capitalismo.
 
Este “gran salto adelante” en el mercado mediático del mayor representante sonoro del universo andino evidencia que la urbanización, industrialización y globalización han motivado la readaptación de expresiones culturales originadas en contextos tradicionales, no su desaparición. Al migrar, los provincianos abandonaron algunas de sus costumbres, como la vestimenta y el uso público de sus lenguas vernaculares, pero mantuvieron otras, como la música, insertándolas a la modernidad a través de circuitos masivos de comunicación. Por ello, en el actual Perú urbano el atávico huayno no se encuentra recluido en comunidades campesinas ni ha sido desplazado en el gusto de los migrantes por otras manifestaciones musicales fermentadas en las ciudades, como las diferentes vertientes de la “chicha”. Por el contrario, se produce, distribuye y consume industrialmente e incluso se encuentra en la vanguardia comercial de la música nacional.
 
“En los últimos tiempos estamos viviendo, pues, épocas muy buenas, el huayno está sonando, nosotros los peruanos estamos revalorando nuestra identidad nacional” decía la popular locutora Rosario Grande, “Charito”, en un programa de Radio Inca, cuyo lema publicitario parece no querer contradecirla: el poderrrrr del folclorrrrr... ... el poderrrrr se sien-te se sien-te!!!. Como ocurrió a principios de los años ochenta durante la expansión del mercado productivo con la cumbia andina, y a fines de los noventa con la tecnocumbia, ahora, a principios del milenio, la música popular ha vuelto a reinventarse. Esta vez las líneas de renovación corren por cuenta del arpa cajatambina de la “Internacional” Sonia Morales, la señorial guitarra ayacuchana hecha pop por los hermanos Gaytan y Max Castro, las acrobacias del huanca Príncipe Acollino, el requinto ancashino de Raúl Arquínigo y el huayno sureño de la aymara Isaura de los Andes. 
  
Lo más notable es que el auge y manufactura fordista de lo “típico” están sostenidos por capitales y redes étnicas populares, no por los poderes económicos y sociales hegemónicos. Nuestras pop stars vernaculares no son hechas a pedido de broadcasters, como David Bisbal o Britney Spears. La “Diosa hermosa del amor” era venerada masivamente mucho antes de que se filmara su miniserie. Baruch Ivcher no causó el éxito de Dina Páucar, solo lo capitalizó. El 25 de agosto del 2002, por ejemplo, ella celebró su aniversario artístico en dos locales: El Gran Complejo de Los Olivos y la Playa Central de Vitarte. Cerca de seis mil personas ingresaron a cada uno de estos locales, pagando 15 soles la entrada. Ni antes ni después la prensa y televisión oficial registró el hecho. Dina Páucar forjó su popularidad a través de espectáculos en vivo, programas de radio y empresas discográficas dirigidas y financiadas por provincianos.
 
El Olimpo de las deidades del folclor es obra de pequeñas y medianas industrias culturales sostenidas por agentes empresariales (promotores, artistas) y asociativos (clubes provinciales) de origen popular. Ellos cubren circuitos locales y globales, rurales y urbanos, y combinan lógicas comerciales con formas comunitarias. En el proceso, proveen a una población acostumbrada a solo ser consumidora de insumos y espacios para construir identidades y deliberar problemas. Los migrantes y sus descendientes pueden allí representarse a sí mismos, moldear cuerpos y conductas, imaginarse comunidades y narrar experiencias sentimentales en su propio vocabulario: “Licor maldito consuela mi corazón/ porque he perdido a mi primer amor/ porque he sufrido una decepción”. También negociar intereses, defender ideas, como lo hiciera el locutor Gilber Causto, en el Show de Dina Páucar, reaccionado ante las noticias de intrigas entre artistas difundidas por la prensa popular: ”nuestro folclor nacional no está compuesto por bataclanas o vedettes como los periodistas [del espectáculo] quieren hacerlo ver, sino por provincianos que dignifican nuestra patria”[1]. En suma: hacer circular cultura masiva hecha “por” y “para” el pueblo.
 
LOS HERVORES DEL HUAYNO
 
José María Arguedas cumplió un rol protagónico en la génesis de estas industrias y procesos. Ansioso de estrechar “el círculo de los hombres que alimentan viva la oscura tradición del menosprecio a la música india” (1989: 74), no solo analizó y difundió el valor artístico del huayno a través de ensayos antropológicos y artículos periodísticos; también intervino directamente en su inserción en Lima. Motivó a las disqueras a interesarse en grabar a cantantes serranos y orientó la puesta en escena de los artistas que se presentaban en los coliseos. Aprovechó su cargo público dentro del Ministerio de Educación y su prestigio como escritor para convertirse en una especie de promotor comercial y cultural de muchos artistas. De esta manera, utilizó al mercado (no solo los archivos y colecciones) como un espacio para “salvar el arte indígena”[2] y, a su vez, reivindicar la avasallada cultura andina.
 
En contraste con el paternalismo de Dora Mayer, el incaísmo de Daniel Alomía Robles o el maniqueo indigenismo de Enrique López Albújar, Arguedas apostó por una reivindicación de lo andino donde la tradición debía fundirse con la modernidad. Lejos de reducirse a idealizar los rasgos culturales prehispánicos del universo andino, Arguedas resaltó en sus ensayos antropológicos la capacidad de adaptación y reinvención del mestizo. Describía con emoción las producciones artísticas brotadas del encuentro entre lo quechua y lo español —mates burilados, retablos ayacuchanos— y al hablar de la música post-hispánica llegó a decir que era más rica y vasta que la antigua, “porque asimiló y transformó excelentes instrumentos de expresión europeos, más perfectos que los antiguos”[3]. Por lo tanto, aquel Arguedas de la “utopía arcaica”, del tradicionalismo renuente a la modernidad, solo está en aquellas lecturas forzadas que se hacen de sus obras. En sus propias palabras: “máquina y adoración a la tierra no tienen por qué ser incompatibles en el Perú; pueden y han de ser complementarios”[4].
 
Siguiendo esta perspectiva, en la presente ponencia abordo el actual éxito comercial de la música folclórica como parte de una evolución de cincuenta años, durante los cuales múltiples pobladores de nuestro país han ido construyendo una serie de pequeñas o medianas industrias culturales (indies[5]) en las que producen, distribuyen y consumen géneros musicales denominados folclóricos, al margen de los poderes hegemónicos locales (medios de comunicación oficiales) y globales (grandes empresas discográficas o majors). Dos dimensiones, “dos hervores”, como llamó José María Arguedas a las conversiones culturales de Chimbote en El zorro de arriba y el zorro de abajo, son las que quisiera resaltar en los procesos actualmente vigentes en estas industrias.
 
El primer hervor está vinculado a los cambios en la estructura de su mercado. Lo que planteo es que, en contraste con lo que sucedía en la época de los coliseos y sucede en el resto del mundo, dónde los majors se fusionan formando oligopolios comerciales, en el Perú las industrias del huayno se han descentralizado, pasando de una economía de la producción a una de servicios. La pletórica piratería, las migraciones trasnacionales, la consolidación del proceso social iniciado por las migraciones y el propio culto provinciano a los espacios sociales de encuentro, han multiplicado los lugares propicios para realizar conciertos, convirtiéndolos en las principales fuentes de ingresos para los productores y distribuidores de la música. El eje de estas industrias culturales ya no es la producción de discos sino la organización de espectáculos.
 
Y el segundo, por su parte, está referido a las identidades que allí se construyen. Rescatando la importancia que tienen como fuentes etnográficas los espacios públicos articulados alrededor de la música —programas de radio, conciertos—, señalo que allí se estaría elaborando, a partir del uso conceptual del folclor, una narrativa étnica, impalpable si solo se escuchan las canciones, que quiebra la relación entre etnicidad y clase social. En esta construcción, los provincianos ya no estarían condenados a la fatalidad de la pobreza sino, por el contrario, a los designios de la gloria. “Los provincianos hemos triunfado en la capital”, o “la sociedad está cambiando porque el folclor está avanzando” son frases que se escuchan continuamente en estos espacios. La reciente visibilidad alcanzada en la agenda nacional por algunos intérpretes del folclor, la formación de una clase media “chola” y la expansión del mercado hacia los conos de Lima serían algunos de los insumos de esta narrativa
 
De la misma forma como ocurrió con Lorenzo Palacios “Chacalón” y luego con Rossy War, el fenómeno que encarna Dina Páucar no puede ser reducido, entonces, a su epopéyica biografía. Ella es sólo la diosa más visible de un panteón vernacular que tiene como escalera al edén a estas consolidadas industrias culturales y como coordenadas discursivas a una inédita narrativa étnica que exalta el triunfo provinciano en el capitalismo. Las dinámicas de esas industrias y los alcances de esta narrativa son el hilo conductor de las siguientes líneas.
 
II. EL HUAYNO: DE PATRIMONIO A INDUSTRIA CULTURAL
 
El huayno es un género de canción y danza que proviene de tiempos prehispánicos pero que solo a partir de la llegada de los españoles habría alcanzado difusión. Ningún cronista o viajero colonial menciona una canción o baile con ese nombre, excepto Diego Gonzáles de Holguín, quien escribió un diccionario quechua en 1606 (Romero, 2002: 41). Manteniendo diferencias locales y variantes en los acompañamientos instrumentales, el área básica de influencia del huayno se encontraba en la región andina del centro y sur del Perú (Arguedas, 1949: 12). Esto, hasta que en el siglo XX los movimientos migratorios, el desarrollo de los medios de comunicación y su carácter flexible de género desvinculado de contextos específicos (Romero, 1985) promovieron su expansión a nivel nacional. Lima, en ese sentido, no fue la cuna pero sí la catapulta del huayno. Gracias a los migrantes, sus distintas variantes regionales se encontraron por primera vez y se insertaron a contextos modernos de difusión cultural.
 
Desde Max Weber y Emile Durkheim, toda la teoría sociológica reconoce que la cultura accede a la modernidad cuando se separa del resto de órdenes de la sociedad, como la religión o la política, y se ramifica en una variedad de aparatos y circuitos especializados de producción, distribución y consumo (Brunner, 1994: 179). Teniendo como contexto histórico un régimen totalitario como el nazi, que usufructuó los alcances de la radio, y una sociedad como la norteamericana en proceso de masificación, Teodoro Adorno y Max Horkheimer dieron en la Dialéctica de la Ilustración por primera vez nombre a estos circuitos: industrias culturales. Para estos filósofos, a través de ellas el sistema capitalista, represivo y alienador, degeneraba el arte volviéndolo mercancía y sometía así a las personas a la pasividad y al engaño.
 
Actualmente, en el contexto de la globalización y las transformaciones tecnológicas que han precipitado el incremento de su importancia económica y simbólica[6], las industrias culturales son definidas desde otros enfoques y en lugar de ser vistas como simples transmisores lineales de información se consideran complejas instituciones negociadoras de significados. Para la UNESCO, aquellas conforman “sectores que conjugan creación, producción y comercialización de bienes y servicios basados en contenidos intangibles de carácter cultural generalmente protegidos por derechos de autor” (s.f., traducción libre). En esta noción se incluye a la industria editorial (periódicos, revistas), audiovisual (video, productos multimedia), fonográfica (música), fotográfica y cinematográfica. En algunos países las artes visuales y expresivas (pintura, danza), deportes, artesanías, museos y turismo cultural, forman parte también de esta definición que busca resaltar no solo su carácter comercial sino también la importancia en la constitución de subjetividades.
 
En el caso de América Latina, esto último se manifiesta en el rol que han cumplido en la conformación de las identidades nacionales. En contraste con lo que sucedió en Europa y Estados Unidos, nuestra modernidad y la construcción de la nación se desarrolló mediante la operación de aparatos culturales (Brunner, 1994: 188; Rowe y Schelling: 21), más que por acción del Estado (Gellner, 1993), la prensa escrita (Anderson, 1993) o la irradiación de las ideas de un grupo de ilustrados. Para bien y para mal no fueron ni Kant ni los periódicos sino la radio y las telenovelas como “El derecho de nacer”, los melodramas de la glamorosa María Félix o géneros musicales en clave ranchera, samba y son, los que proporcionaron a las masas el capital cultural moderno, y el sentido del ser mexicano, brasileño o cubano.
 
El Perú no fue la excepción. A partir de las primeras décadas del siglo XX, para aquellos que se aventuraron a migrar del campo a la ciudad, esa pedagogía de los sentimientos y la nacionalidad fue asumida también por las industrias culturales. Hasta ese momento las poblaciones rurales andinas no compartían una vida pública con el resto del país. Lo habían impedido el abandono del Estado, el yugo gamonal y la segregación promovida por las elites urbanas, para quienes eran solo hordas amenazantes. La rápida difusión de la radio abrió un forado en este cerco. El poblador andino usó el contenido de los programas radiales como fuente para imaginar una comunidad peruana y las posibilidades de la urbe. Fue por medio de los locutores, artistas de radionovelas y cantantes que muchos campesinos, mineros y comerciantes de la sierra conocieron las oportunidades que ofrecía Lima y se enteraron de lo que ocurría en el resto del país. Esas voces motivaron a muchos a venir y experimentar una modernidad que sólo podían escuchar (Contreras y Cueto 2000: 286).
 
Ya en la capital, transformados por la migración en ambulantes, empleados domésticos o profesores, siguieron teniendo como escuela del comportamiento a la radio, además de otros medios comunicación. Por otro lado, se hicieron de sus propios agentes de socialización al margen del Estado y los aparatos culturales hegemónicos. El uso estratégico de las redes de parentesco y reciprocidad para insertarse en la ciudad (si en la sierra no hay familia sin compadre, en Lima no hay provinciano sin paisano) fomentó la creación de espacios sociales de encuentro y mecanismos de mediación cultural en los que podían construir referentes comunes basados en el universo simbólico de sus pueblos de origen (si en la sierra no hay pueblo sin santo patrón, en Lima no hay santo patrón sin pueblo). Aparte de las asociaciones provinciales —“cédulas irradiantes de la cultura andina” (Arguedas, 1977: 5)— existieron otros agentes que merecen ser mencionados, como las industrias del espectáculo, el disco y la radio articuladas alrededor de la música, particularmente del huayno[7].
 
EL CIRCUITO FOLCLÓRICO: DISCO, RADIO Y ESPECTÁCULO[8]
 
La primera de estas industrias fue la del espectáculo, nacida con la aparición de los “coliseos” en 1938. Su surgimiento se produjo en una época en la que la cultura indígena, si no equivalente a barbarie, era sinónimo de un “glorioso pasado prehispánico”. Por eso, durante sus primeras décadas, los cantantes folclóricos se dejaron arrastrar por la idea de que el “arte incaico” era superior a sus propias expresiones culturales. Las presentaciones, en consecuencia, se hacían no con los trajes regionales de sus lugares de origen sino con el traje indígena cusqueño (Llorens, 1983). José María Arguedas no solo criticó este fenómeno calificándolo de “monstruoso contrasentido”[9]; también buscó revertirlo, dictándole a los directores de los conjuntos folclóricos, en compañía de Arturo Jiménez Borja, una serie de charlas sobre “el concepto de folclor y el valor de la autenticidad”, en las que intentó convencerlos de la belleza de su vestimenta tradicional.
 
Este tipo de reclamos por la “autenticidad” de prácticas culturales se producen siempre durante procesos de modernización. La aparición de espacios públicos como los coliseos ha sido solo uno de estos casos. A nivel local, sucedió lo mismo durante la introducción del saxofón y el clarinete en el valle del Mantaro a inicios del siglo XX (Romero, 2001); e internacionalmente, cuando Bob Dylan utilizó en público por primera vez una guitarra eléctrica para tocar con la Paul Butterfield Blues Band en el Newport Folk Festival de 1964. Lo particular de la postura de Arguedas es que no era conservadora. Él reclamaba “autenticidad”, no buscando rescatar pretéritas prácticas inexistentes sino plenamente vigentes. Su intención era lograr que la cultura indígena viva pueda expresarse con libertad y sin vergüenza: no hacer arqueología del indio.
 
La eficacia de esta labor, además de la misma consolidación de los migrantes en Lima, produjo que paulatinamente este prístino periodo “incaísta” fuera dejando su lugar a la proliferación de estilos regionales. Igualmente, acompañando este proceso, el modelo urbano de puesta en escena artística se abrió camino sobre el rural. Las compañías folclóricas, colectivas por definición, fueron paulatinamente opacadas por el éxito de solistas, en la línea de la estrella popular occidental. Así, los coliseos se constituyeron en agentes de socialización donde varias generaciones de artistas serranos se adaptaron al contexto de la difusión masiva. Lejos de denunciar este proceso, José María Arguedas lo exaltó, consciente de que dinamizaba un enriquecedor mestizaje. Por eso decía que si para Uriel García las chicherías cusqueñas eran “cavernas de la nacionalidad”, los coliseos eran “fraguas” donde “costa y sierra se funden a fuego, se integran, se fortalecen”[10].
 
La segunda industria en la que incursionó la música folclórica fue la fonográfica. Aquí también Arguedas cumplió un rol protagónico, ya que algunos de los primeros discos de música popular andina fueron realizados gracias a su gestión. En 1947, como parte de su servicio como Jefe de la Sección de Folklore del Ministerio de Educación Pública, comenzó a grabar las presentaciones de una serie de “compañías folclóricas” en los coliseos. Cuando tuvo un repertorio numeroso y variado, lo ofreció al gerente de la casa grabadora Odeón. Este aceptó comercializarlos y desde allí los discos de música serrana comenzaron a difundirse al ritmo del crecimiento demográfico de la ciudad (José María Arguedas, 1969)[11]. De los 3 mil que se podían encontrar en 1967 en el mercado, pasaron a 100 mil en 1970 (Llorens, 1983). La música que empieza a ser grabada proviene de Ancash, Ayacucho y Lima pero especialmente del valle del Mantaro. Según Arguedas (1969), esto último obedecía al gran volumen de migrantes huancas en Lima y a su fuerte relación con sus pueblos de origen.
 
Este rápido incremento de la discografía andina también se expresó en la radio. En 1953 el promotor de espectáculos en coliseos Luis Pizarro Cerrón propuso a los administradores de radio El Sol sacar al aire un programa diario de música vernacular. El pedido resultó insólito porque no suponía combinarla con música criolla y además recurría a interpretaciones genuinas, lejos de estilizaciones. Aun así le otorgaron el espacio pero en un horario sobrante: de seis a siete de la mañana. Contra todo pronóstico, el programa logró gran sintonía y los organizadores de fiestas en los coliseos se convirtieron en sus primeros auspiciadores (Alonso Alegría, 1993: 124-125).
Con el aumento de la migración serrana, el abaratamiento de los horarios radiales por la crisis económica, el alquiler de espacios de poco rendimiento económico (noche y madrugadas) que realizaban las grandes emisoras[12] y también el mismo carácter oral del formato radial, este tipo de programas se multiplicaron. Por un lado, instituciones e individuos vinculados a colonias de migrantes encontraron en este medio de comunicación una vía para hablar libremente en quechua y aymara, hacer referencia a sus comidas típicas, organizar las fiestas patronales y costumbristas de sus pueblos de origen, enviar saludos y mensajes personales, mantenerse al tanto de lo que sucede en provincias y comunicarse entre sí dentro de la gran Lima. Y por otro, artistas y promotores de música vernacular (el caso ahora abordado) pudieron difundir sus productos musicales regionales, expresar sus demandas, definir gustos y construirse representaciones propias sin intermediación alguna.
José María Arguedas no intervino directamente en este proceso pero sí fue su testigo. Sin caer en el recelo del apocalíptico ni en la inocencia de un “integrado”, en “La cultura: Un patrimonio difícil de colonizar” (1977: 188), reconoció que “los instrumentos más eficaces por medio de los cuales se intenta condicionar la mentalidad de las masas y desarraigarlas de su tradición singularizante, nacionalista (la radio, la TV, etc.), se convierten en vehículos poderosos de transmisión de lo típico, de lo incolonizable”.
 
“ME VOY AL CINE: NO, NO, NO / A UNA FIESTA: SÍ, SÍ, SÍ”
 
Por lo tanto, la proliferación de programas radiales de música folclórica, el incremento de ediciones fonográficas y la multiplicación de locales para realizar conciertos permitieron dinamizar el mercado de música folclórica, expandiéndolo por todo el Perú. De esta manera, la música andina que hasta ese momento estaba constituida por expresiones regionales, comenzó a “deslocalizarse” encumbrando por primera vez ídolos a nivel nacional. Los más importantes en ese momento fueron los clásicos e inolvidables Picaflor de los Andes, Pastorita Huaracina y el Jilguero del Huascarán. Luego el folclor ha tenido momentáneos auges masivos, como el de fines de la década de los ochenta con el “Pío pío” del Chato Grados y Amanda Portales, pero con la aparición de las diferentes vertientes de la cumbia peruana (cumbia costeña, cumbia andina o chicha, cumbia amazónica y tecnocumbia) su público se concentró entre los antiguos migrantes de primera generación.
 
En los últimos tres años esto ha comenzado a cambiar con el nuevo flujo del folclor. Las diferentes variantes regionales del huayno se han adaptado a las exigencias del mercado ampliando su base instrumental y los recursos de sus puestas en escena, y modificando sus letras y estrategias de marketing[13]. Aunque sumando a Puno, estas variantes regionales siguen siendo las mismas (Junín, Ancash, Ayacucho y sierra de Lima) pero el liderazgo ya no lo ostenta el sonido wanka sino el edulcorado huayno con arpa[14], propio de la región que el etnomusicólogo David Olsen (1986) ha llamado “chancay”, cuya área de influencia tiene como epicentro la provincia limeña de Cajatambo e incluye toda la sierra norte y centro de Lima, sur de Áncash y suroeste de Huánuco[15].
 
Los artistas de esta y las otras vertientes se dirigen a diferentes generaciones a través de infraestructuras mucho más complejas. La industria audiovisual ha tenido un crecimiento sostenido. Hoy, gracias a los avances tecnológicos que han ayudado a reducir los costos de aparatos electrónicos como los DVD´s, y también a causa de la segmentación de públicos de la televisión producida por la crisis de la publicidad, las familias de Los Olivos o Ate ven a sus artistas por video o en programas televisivos dirigidos a ellas como “Camino a la fama”, “Reinas del mediodía” o la “Movida de Jeanet”.
 
Empero, esta ampliación del sector audiovisual no ha quitado espacios a la radio, el disco o el espectáculo: siguen siendo los medios de comunicación principales del huayno. Lo que ha cambiado es la dinámica que los une. Hasta hace unos años prevalecían en el mercado empresas discográficas o promotoras de espectáculos que se hacían de un cartel de artistas exclusivos contratados por presentación o disco grabado, popularmente conocido como “caravana”. Su posición de dominio fue erosionada gradualmente por la piratería     —que ha hecho imposible concentrar ganancias por venta de discos— y la multiplicación de espacios para conciertos que impedía monopolizar las presentaciones en vivo. Ahora los cantantes se desenvuelven independientemente. De asalariados han pasado a ser administradores: tienen empresas propias, normalmente de orden familiar, a través de las cuales gestionan contratos y organizan conciertos. Allí están Festival Musical de Dina Páucar y Rubén Sánchez, así como M&S Producciones de Sonia Morales y Manuel Espinosa, por mencionar dos ejemplos.
 
Como la demanda para realizar presentaciones en “vivo” es muy grande debido al gregarismo emotivo del peruano, los intérpretes del huayno obtienen los ingresos suficientes para manejar sus carreras de manera autónoma. Ellos no solo ofician multitudinarios zapateos en distintos lugares diferentes de Lima durante la misma noche, y en varias ciudades del Perú en el transcurso de la misma semana, sino que son vistos directamente en países extranjeros como Italia, España o Argentina donde las colonias de migrantes son apreciables. En tradicionales fiestas patronales o fiestas de aniversario de las ciudades del interior, como en modernos locales nocturnos. En el Huallabamba de Los Olivos, Playa Central de Ate-Vitarte o el Bosque de Villa El Salvador; asimismo en Piura, Satipo y Andahuaylas, Milán, Madrid o Buenos Aires. La industria del folclor atraviesa así circuitos locales y globales, rurales y urbanos, tradicionales y modernos. Si se toma en cuenta a los fotógrafos, camarógrafos, vendedores ambulantes, miembros de seguridad, empleados de limpieza y demás involucrados en cada uno de estos eventos, se puede tener una idea de la cantidad de puestos de trabajo que giran alrededor de la música "en vivo y en directo". Los artistas solo son las estrellas luminosas de un firmamento de empleos, que en los eventos más importantes como los aniversarios de los artistas o festividades cívicas —Día de la Madre—, convocando hasta veinte mil personas, llegan a movilizar alrededor de cien mil dólares de una sola vez.
 
Pero las magníficas ganancias no son solo de los cantantes. Los ingresos se distribuyen entre promotores y organizadores que a menudo son agentes asociativos —clubes provinciales— en vez de empresas. Es el caso de la Central Folclórica Puno o el club provincial Los Portales de Huallabamba, la trinchera cardinal del huayno con arpa en Lima Norte (Los Olivos). Como comenta Florencio Morillo, administrador de este último, "si es una empresa promotora de espectáculos como Lider's o Danzar, esta se lleva los dividendos alcanzados con la venta de cerveza y las entradas, y les paga a cada uno de los cantantes asistentes, dependiendo de su nivel, entre 700 y 5,000 soles" (...) “Nosotros solo alquilamos el espacio y con el dinero realizamos nuestras actividades, como es la celebración de nuestro Santo Patrón o financiamos obras de nuestro pueblo”. Si agregamos los casos de cantantes como Abencia Meza, quien puso luz eléctrica en su pueblo, o el Príncipe Acollino, que anualmente organiza repartos de juguetes durante la “navidad del niño acollino”, podemos observar que estas industrias culturales no solo se rigen bajo lógicas comerciales sino que las combinan con otras comunitarias. Los agentes no lucran solo para beneficio propio sino también para las redes étnicas a las que pertenecen.
 
Igualmente, en el rol que cumple la radio en esta industria también se puede constatar la importancia económica que tiene la organización de los conciertos. La Corporación Radial del Perú posee ocho estaciones (Planeta, Ritmo Romántica, Radiomar, entre otras), pero solo una, Radio Inca, funciona con el sistema de concesionarios. Es decir, tanto en AM ("El poder del folclor") como en FM ("Tu radio turbo poder"), antes que programar canciones, alquilan horarios radiales a los cantantes o promotores. El motivo: hacer propaganda a sus conciertos. La radio se ha convertido para los artistas casi exclusivamente en un medio para hacer publicidad de sus actividades. Y a la vez para los dueños de la radio, los conciertos se han convertido en un medio de ingreso. Este año Radio Inca organizó dos megaconciertos —juntando a los principales intérpretes de nuestra cumbia y folclor— en los que ingresaron un promedio de 25 mil personas y se bebieron 1,800 cajas de cerveza cada vez.
Lo mismo sucede con la industria del disco. Desde que a fines de los noventa Abencia Meza grabara sus famosas parranditas (canciones seguidas cantadas como si fueran en vivo), en las canciones de huayno con arpa se suele escuchar la voz del animador emulando la situación del concierto. De alguna manera se busca que escuchar un disco sea como recordar la fiesta. El problema para los productores musicales es que aun así, la venta de discos no está garantizada. La piratería en ese aspecto ha sido letal: las grandes empresas discográficas que dominaban el mercado —Sono Radio, Discos Universal, INFOPESA, PRODISAR o IEMPSA— han entrado en crisis e incluso desaparecido definitivamente. Y las que quedan tienen muchas dificultades para volver a capitalizarse. "Para poder recuperar nuestros ingresos tenemos que esperar un año completo. Por eso es que solo durante ese lapso de tiempo podemos producir nuevos materiales discográficos", se queja Fanny Cribillero, representante de Danny Producciones, la empresa productora de discos de huayno con arpa más importante.
En el mercado de la música folclórica, entonces, los cantantes han logrado independizarse y la industria que se muestra más dinámica es la del espectáculo. Sus más próximos organizadores son los que mayores regalías obtienen. Por esto último y la pletórica piratería que hace incalculables las ventas, los discos no son más un indicador fiable de la popularidad de un artista. Nuestro Billboard se mide por la entrada pagada y la cerveza tomada. En otras palabras, la industria de la música folclórica ha dejado de ser una economía de producción —de discos— y se ha convertido en una de servicios —espectáculos[16].
 
III. MÚSICA, ETNICIDAD E IDENTIDADES NARRATIVAS
 
Es un consenso que la mutación cultural del Perú, denominada “cholificación” por su pitoniso Aníbal Quijano (1980) y “desborde popular” por su radiólogo José Matos Mar (1984), no puede ser entendida sin los laberínticos caminos que ha seguido la música, principal medio de expresión de nuestro pueblo, oral e iconoclasta por antonomasia. Sin embargo, las interpretaciones que se hacen de ella suelen utilizar solo como fuentes etnográficas las letras y sonidos que la componen dejando en la invisibilidad los circuitos que permiten su producción, distribución y consumo. Se escuchan canciones y leen pentagramas pero no se toman en cuenta los mensajes emitidos en los programas de radio o en los conciertos.
 
Estos últimos son foros públicos en los que diferentes modelos sociales son afirmados, desmentidos, negociados y adoptados. A estos foros donde diferentes grupos sociales —unidos por clase, etnicidad o el género”— construyen sus identidades a través del vínculo entre las prácticas de su vida cotidiana y los formatos de mediación masiva Arjun Appadurrai y Carol A. Breckenridge los han llamado cultura pública. Para ellos, este término “describe no un tipo de fenómeno cultural sino una zona de debate cultural” atravesada tanto por flujos simbólicos nacionales como transnacionales. En ellas las personas negocian los significados de los estilos de vida transmitidos por las industrias culturales del cine, la prensa, televisión, radio, circo, actuaciones musicales y otros muchos.
 

“TRIUNFA, PROVINCIANO, TRIUNFA”

 
Una de las características de la cultura pública anidada en las cabeceras sociales de la industria del huayno (programas de radio, conciertos), es el tono y relevancia que ha adquirido la variable étnica. Según Barth (1976), la etnicidad[17] muchas veces es utilizada por grupos de interés que compiten por recursos y movilizan lengua, rituales y otros aspectos culturales para alcanzar objetivos. Así, para captar la atención del público, los empresarios —productores y mediadores culturales— involucrados en el proceso de producción de la música estarían movilizando lengua, rituales y aspectos culturales para identificarse como un grupo de peruanos particulares —provincianos— herederos de un conocimiento ancestral: el folclor. De este modo, los logros de los cantantes (presentarse en el extranjero, participar en el Festival de la Cerveza Cusqueña) no son descritos en clave personal sino colectiva: “el éxito de Sonia Morales en el extranjero es el éxito de nuestro folclor nacional” o “así como el pisco es peruano, lo que hace Dina Páucar es también bien peruano”.
 
En esta movilización étnica antes que “indio” o “cholo”, el término utilizado es “provinciano”. Con esto no se estaría señalando la pertenencia a una región específica ni a una cultura local sino a una condición y cultura general: la de los que decidieron migrar a la capital y han impuesto allí las costumbres de su pueblo. Los provincianos no son los huancaínos y sus santiagos, tampoco los ayacuchanos y su guitarra o los norteños y su cumbia. Son todos a la vez y ninguno en particular. Tampoco son los recién llegados a la capital: son también sus hijos y nietos. Este “nosotros” cubre prácticamente a todos los peruanos, menos a la elite llamada por algunos como “criolla”, ya que incluye a los provincianos residentes en Lima y en el interior del país.
 
Lo particular es que en estas narrativas[18] los “provincianos” no aparecen como los humildes vencidos sino como gloriosos conquistadores. Basta prender la radio o acudir a un concierto para escuchar frases como la siguiente: “Nuestro folclor está conformado por gente provinciana que ha salido de muy abajo, que ha logrado vencer la pobreza, que ha logrado vencer las adversidades de nuestro país, que ha triunfado”[19]. Incluso, eventos protagonizados por instituciones no capitalinas en otras áreas sociales, como el deporte, se ven apropiados por esta narrativa. De allí que muchas cantantes hayan grabado canciones alusivas al campeonato logrado por Cienciano en la Recopa y hayan resaltado el logro como un “motivo más del orgullo de ser provinciano”. Por lo tanto, una categoría que en otros contextos es usada para producir jerarquías, monopolizar el poder o excluir ("¿qué te crees, serrano, sabes con quién estás hablando?"), aquí se utiliza para romper jerarquías, socializar el poder e incluir simbólicamente lo "andino" a la nación ("soy provinciano, el peruano más peruano").
 
Pero esta estrategia de inserción en el mercado no solo imagina un nosotros sino que delimita su entorno temporalmente, estableciendo una relación entre el pasado y el futuro. En otras palabras, genera una memoria colectiva. Esa es la finalidad, por ejemplo, del Día Mundial del Folclor que desde hace tres años celebran los trabajadores de Radio Inca. El 2002 invitaron a los llamados pioneros (la generación de los coliseos) a dar su testimonio dentro de programas diarios especiales. Al año siguiente se realizó una romería al cementerio de Ate, donde muchos cantantes están enterrados. Y en el 2004 se organizó un concierto en el que acudieron no solo los intérpretes de moda sino otros, como Rosita del Cusco, que se desenvuelven más bien únicamente dentro de redes étnicas. Con esto se quiebra esa rígida y artificial división en base a la “autenticidad” que algunos folcloristas conservadores quieren establecer entre el folclor actual y el de antes, entre Abencia Meza y Flor Pucarina.
 
En la cultura pública elaborada en las industrias culturales del huayno, por lo tanto, se imagina un nosotros que contrasta con el formulado durante la época de los coliseos. “Cerveza tomarás tú con tus amigos millonarios, cerveza tomaré yo con mis amigos provincianos” cantaba la Huaracinita aceptando la pertenencia de los migrantes al sótano social. Tampoco es el de los mejores tiempos de Vico y su Grupo Karicia: “Minero soy, ¿qué voy hacer?/ minero soy y así moriré”, en el que se vivía la pobreza como fatalidad a partir de una identificación de clase. Esta es la narración de la movilidad social con tinte multicultural. Del american dream versión peruano-provinciana. La del emergente chofer de combi convertido en dueño de la empresa o el cholo convertido en presidente. En resumen, el folclor estaría siendo una plataforma a través de la cual se desenvuelve una narrativa étnica de ascenso social que proclama: “triunfa provinciano, triunfa”, otra forma de decir “¡sí se puede!”.
 
DESBORDE CAPITAL, ENCAUZAMIENTO MULTICULTURAL
 
Pero este discurso étnico no es patrimonio del folclor. En general en el mercado peruano la etnicidad y lo “nacional” están en permanente debate público por dos motivos. Uno es la globalización, que ha incentivado una estrategia nacionalista en la publicidad: “Dento, peruano por los cuatro costados”. El segundo hay que buscarlo en la expansión del mercado interno que está promoviendo que muchas empresas se dirijan hacia sectores de la población de origen provinciano que ahora presentan altos ingresos[20]. Para ello se disfrazan y aparentan ser sus nuevos consumidores. La propaganda de un banco ofreciendo créditos a microempresarios resulta muy ilustrativa. En la propaganda un joven emergente coloca una gran cantidad de telas recién compradas en un mototaxi que cede por el peso. Entonces aparece su clon pero encarnando al representante del banco que le ofrece entrar en el sorteo de un carro si se inscribe en su institución. Paralelamente todos los mensajes que se emiten en el comercial aparecen con la forma de los carteles de neón utilizados para la promoción de los cantantes populares. En resumen: “Te conozco tanto como a ti mismo, soy como tú, no dudes, pide un crédito”.
 
Para Zizek (2001) esta propaganda formaría parte de la lógica multicultural del capitalismo tardío. Según él, “la forma ideal de la ideología de este capitalismo global es la del multiculturalismo, esa actitud que —desde una suerte de posición global vacía— trata a cada cultura local como el colonizador trata al pueblo colonizado: ‘nativos’ que deben ser estudiados y respetados escrupulosamente”. En otras palabras, “si no cuestionas el sistema, si aceptas la universalidad del capital, acepto tu comunidad, tu particularidad. “El multiculturalismo es una forma de racismo negada, invertida, autorreferencial, un ‘racismo con distancia’: ‘respeta’ la identidad del Otro, concibiendo a este como una comunidad ‘auténtica’ cerrada, hacia la cual él, el multiculturalista, mantiene una distancia que se hace posible gracias a su posición universal privilegiada”.
 
Esta lógica sería la que actualmente se desarrolla en el capitalismo peruano. Según el informe de perfiles zonales de Apoyo, el 10.4% del nivel socioeconómico B de Lima vive en distritos del cono norte como Independencia, Comas y Los Olivos: alrededor de 130 mil personas con ingresos promedio de 890 dólares mensuales[21]. La "choledad" no es ya solo productora de hortalizas sino también consumidora de electrodomésticos. Actualmente las grandes empresas quieren hacer negocios con ellos. Por eso Tula Rodríguez puede conducir un magazín de mediodía y Dina Páucar protagonizar propagandas de Telefónica o miniseries televisivas. El folclor ha podido lograr una visibilidad que le era negada hasta ahora e insertarse a la agenda pública nacional debido a que sus oyentes recién representan un universo de posibles consumidores de otros productos. Los conos han dejado de ser los cinturones de la ciudad para ser sus bolsillos. Sin embargo, la trampa está en que el reconocimiento no viene necesariamente vinculado con la redistribución. Se democratizan los espacios públicos a nivel cultural pero no se generan reformas estructurales. Se enaltece el esfuerzo individual como método para vencer la pobreza pero no la urgencia de forjar justicia social a través de políticas públicas. El slogan “triunfa, provinciano, triunfa” puede ser solo un espejismo y el “sí, se puede” un bálsamo para el excluido.
 
Con todo esto no estoy afirmando que lo étnico sea la única ni la principal variable activada por la música folclórica; solo trato de hacerla visible y sumarla como una de las tantas interpelaciones que realiza. Como cree el etnomusicólogo Pablo Vila (1996), la música no es un reflejo de la sociedad. La música —letras, sonidos e interpretaciones— provee a las personas de insumos para que construyan sus identidades. Lo que se lee en una canción no es exactamente con lo que se identifica una persona. Por ello, esos discursos étnicos solo serían uno de los tantos materiales provistos por la música folclórica para que los múltiples actores sociales que la escuchan se narren a sí mismos.
 
Un ambulante que a punta de lampa conquistó el desierto durante el velasquismo, fundó Villa El Salvador, y actualmente se encuentra afiliado a la Central Folclórica Puno, no encuentra en la música folclórica las mismas interpelaciones que una adolescente con abuelos ancashinos que estudia computación en el centro de Lima y se escapa a la Calle 8 para bailar perreo con su saco de gamuza comprado en Tottus del Mega Plaza. Puede darse la situación que mientras ese antiguo migrante relacione el huayno con su lugar de origen (“lo nuestro pe causa, lo nuestro”) ella se apropie solamente del discurso de género propuesta por la música ignorando el étnico (“tú no tienes padre, gracias a dios, pero tienes madre”). Para entender los vínculos entre la música y la construcción de identidades se tienen que escuchar a los propios consumidores, no solo las letras de las canciones.
 
IV. CONCLUSIONES SOBRE LA MODERNIDAD DEL FOLCLOR
 
Desde que fue acuñado en 1846 por W.J Thomas, el folclor ha sido utilizado políticamente tanto por el Estado y las elites sociales para promover una idea unitaria de la nación como por las culturas calificadas de folclóricas para formarse una idea alternativa de nacionalidad (Rowe y Shelling, 1993). En este último caso se enmarca el proceso presentado. Para entenderlo, propongo reconocer que el actual auge de la música folclórica gira alrededor industrias culturales basadas en una economía de servicios y que  atraviesan diversos espacios y lógicas que van de lo local a lo transnacional y de lo individual a lo colectivo. Así, en una época definida por las migraciones de personas y los flujos comunicacionales, hay que ver en este folclor no un producto de entidades colectivas, orales y ubicables en un territorio específico sino la dinámica propiciada por diferentes actores populares y hegemónicos, rurales y urbanos, locales y globales que mezclan lógicas comerciales con comunitarias. Este es un folclor inspirado en prácticas e iconografías del campo pero hecho en las ciudades. Se encuentra, por lo tanto, lejos del ideal romántico de la tradición pura como del ecléctico mestizaje, convirtiéndose en una variante de la cultura de masas producida por los mismos sectores populares.
 
La música folclórica, entendida así, como un espacio dónde los provincianos construyen sus identidades, está actualmente determinada por el uso de estrategias étnicas que, buscando colocarse en el mercado, reivindican un conjunto de elementos culturales comunes originados en el pasado y los definen como rasgos centrales de la nacionalidad peruana contemporánea. Por lo tanto, enmarcado en un proceso de globalización, movilidad social y expansión del mercado interno, el folclor esta propiciando la formulación de narraciones étnicas que buscan incorporar a la población de origen provinciano a la sociedad nacional. Las dinámicas de la industria del huayno habrían empatado de esta manera con la “lógica multicultural del capitalismo tardío”, que rescata las identidades étnicas en demérito de las de clase. Por eso, si el apogeo chacalonero —y en general el de la cumbia andina— tuvo como epicentro durante los años ochenta el mercado de productores del Agustino y sus canciones más representativas contenían alusiones a la clase social, la dinamanía —y en general la música folclórica— tiene durante estos últimos años como foco comercial el mercado de neoconsumidores de Lima Norte y muestra discursos alusivos a la etnicidad.  
 
Sin embargo que aparezcan más rostros cholos en la televisión, que el folclor se haya convertido en parte de la agenda pública nacional y se resalte la existencia de una elite económica de origen andino puede llegar a invisibilizar la inmensa pobreza de nuestro país y los conflictos sociales concomitantes. En el Perú de hoy el universo “provinciano” ha logrado construirse una modernidad propia logrando acceso a espacios públicos como los propiciados por la industria cultural descrita e insertarse con éxito en la sociedad económica sin necesidad de hacer uso de apellidos compuestos ni del mecenazgo del Estado. De esta forma, como aspiraba José María Arguedas, se están abriendo oportunidades para que los peruanos podamos vivir sin vergüenza “todas las patrias”.  Pero si esto no se corresponde con la demanda de derechos, del ejercicio de una ciudadanía plena, y la deliberación de intereses en la sociedad política, el reconocimiento cultural puede terminar siendo solo una coartada coyuntural para expandir las ganancias de un grupo de empresas y reproducir nuestras históricas desigualdades.
 
 
 

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[1] Gilber Causto (locución) & Festival Musical (producción). Abril, 2004. “El show de Dina Páucar” (Programa diario). Lima. Radio Inca 5:40 AM, Corporación Radial del Perú.
[2] Ver “Salvación del arte popular”. El Comercio, Suplemento dominical, 7 de diciembre de 1969.
[3] “El monstruoso contrasentido”. El Comercio, Suplemento dominical, 24 de junio de 1962.
[4] “No destruyamos el Perú amado”. El Comercio, Suplemento dominical, 7 de octubre de 1962.
[5] Los empresarios de la industria de la música a nivel mundial usan el términos ingles majors para referirse a las seis grandes disqueras trasnacionales (BMG, EMI, PolyGram, Sony, Universal, Warner) e indies para señalar a las disqueras locales “independientes”.
[6] Entre 1980 y 1998, el comercio mundial anual de productos impresos, literatura, música, artes visuales, cine, fotografía, radio, televisión, juegos y accesorios deportivos pasó de US$ 95,340 a 387,927 millones. En el caso de la música, las cifras aumentaron de US$ 27,000 en 1990 a US$ 38, 671 millones en 1998 (UNESCO 2000).
[7] Los intérpretes de música folclórica no solo lo son de huaynos. Algunos, como Dina Páucar, tienen versiones de sus canciones más exitosas en otros ritmos (“Qué lindos son tus ojos” en santiago) y otros, huancas por supuesto, cantan también huaylarsh, como el Príncipe Acollino o Haydeé Raymundo. Sin embargo, al ser el  género dominante, usaré al huayno como principal referente.
[8] La industria en cuestión se forma sobre la música popular andina, es decir, aquella que escuchaban los sectores más bajos de la escala social. Anteriormente, durante las primeras décadas del siglo XX, se difundieron versiones de música andina pero de origen señorial y profundamente estilizadas. El clima social de la época era de abierta discriminación hacia toda expresión cultural de esa parte del Perú. Por ello, solo se hicieron públicos formatos de música andina ajustados al gusto de los limeños, como las llamadas “óperas incaicas” (adaptaciones de melodías y escalas pentafónicas tradicionales peruanas a formas musicales europeas como el “El cóndor pasa”) o el “Fox-trot incaico” (que consistió en temas andinos hibridizados con géneros norteamericanos de moda). Véase Llorens 1983.
[9] El “monstruoso contrasentido” constituía aquella tradición señorial de admirar el arte indígena solo en tanto manifestación del pretérito incanato y no del presente creativo de sus autores. Véase El Comercio, Suplemento dominical, 24 de junio de 1962.
[10] Esta idea aparece en un artículo cuyo título (“De lo mágico a lo popular, del vínculo local al nacional”) resume el proceso de transformación que sufrieron las artes indígenas producto de las migraciones. Véase El Comercio, Suplemento dominical, 30 de junio de 1968.
[11] Entre las artistas incluidas en esas primeras grabaciones estuvieron las hermanas Zevallos (Irma, Zoila, Esmila y Olga), descubiertas por Arguedas. El disco en 78 RPM que editaron contenía cuatro canciones y obtuvo una excepcional demanda. Luego un empresario las llevó por diferentes países como México y Estados Unidos, consiguiendo rotundos éxitos comerciales. Véase Caretas Nº 497, 18 de abril de 1974.
[12] Para Rosa María Alfaro (1990), entre los años setenta y ochenta, esto derivó en la aparición de formatos “no masivos” de emisión radial. Los programas de radio que se dirigían a una audiencia “tipo”, unitaria y homogénea fueron remplazados por estaciones dirigidas a públicos específicos. De esta manera, el modelo massmediático, dirigido a audiencias masivas con características comunes, sufrió un quiebre. De una frecuencia radial de masas se pasó a una frecuencia radial de públicos.
[13] Estas estrategias se elaboran incluso transnacionalmente. Por ejemplo, Laura Pacheco se hizo conocida en el medio local gracias a un reportaje aparecido en la cadena Telemundo. El intento de esta cantante de quebrar el record Guinnes tocando durante 24 horas seguidas el arpa fue registrado por otras compañías internacionales como CNN, Televisa y Univisión.
[14] En la edición 845 de la revista Somos salió publicado un artículo sobre Dina Páucar en el que se denominó “tecnohuayno” el género musical que ella interpreta. Sin embargo, nadie en el ambiente de la música folclórica lo llama así: ni cantantes, promotores, disqueras ni fans. Ese es un término inventado y reproducido en aquellos ambientes de lectores y protagonistas de la sección “circo beat” de la misma revista.
[15] A través de la presencia en Lima de tres generaciones de artistas, el huayno con arpa, elaborado durante siglos en la región referida, ha vuelto más compleja su base instrumental, modificado su puesta en escena y simplificado sus letras. La primera generación estuvo compuesta por músicos provenientes de las zonas mencionadas como los hermanos Lucio y Tomás Pacheco (Chancay), Ángel Dámazo (Oyón) o Alicia Delgado (Oyón). Ellos acompañaban el arpa con palmadas, huiro y a veces cajón. En los años ochenta una nueva generación de músicos liderada por Elmer de la Cruz y Sósimo Sacramento dejó su huella con la inclusión de nuevos instrumentos como los timbales. El padre de esta innovación fue Samuel Dolores, director de la promotora PRODISAR, quien buscaba competir así con la cumbia andina en boga en ese momento. En la década siguiente, aparecen otros intérpretes, especialmente bandas como Los Matadores del Arpa o mujeres como Dina Páucar (Huánuco), Sonia Morales (Áncash) o Abencia Meza (Áncash), que terminaron de moldear lo que hoy es el huayno con arpa incorporando bajo y batería eléctricos, elaborando vistosas coreografías inspiradas en la tecnocumbia y escribiendo composiciones monotemáticamente intimistas. En esta última generación no puede dejar de resaltarse el rol que ha cumplido Dina Páucar. Junto con su esposo, Rubén Sánchez, se atrevió a incursionar en nuevos mercados con estrategias de marketing más agresivas e inversiones inéditas en infraestructura de conciertos. De este modo, ha conseguido llevar el huayno con arpa a espacios “exclusivos” como la televisión o el Festival de la Cerveza Cuzqueña, precipitando el justo ingreso del folclor a la agenda pública nacional. 
[16] Este proceso no es exclusivo de la música folclórica, ya que lo mismo sucede con la cumbia o “chicha”.
[17] La etnicidad es un concepto amplio utilizado en una variedad de situaciones. En algunas para hacer referencia a los elementos culturales específicos de un grupo étnico relativamente delimitado —como los aymaras o shipibos— y en otras simplemente para señalar la construcción de las diferencias culturales que se dan entre los múltiples actores de una sociedad. En este último caso, que es el aquí presentado, lo étnico alude a la conciencia de pertenecer a un grupo humano con rasgos culturales particulares no organizado ni política ni territorialmente. Al respecto véase Koonings, Kees y Silva, Patricio (1999: 183-190).
[18] Las identidades son construcciones, pero construcciones narrativas. Paul Ricoeur (2000) sostiene que la narrativa es uno de los esquemas cognoscitivos más importantes con que contamos los seres humanos, puesto que a través de ella ordenamos las diferentes dimensiones de la realidad y las dotamos de un sentido. Según este autor, la comprensión de uno mismo y del otro forman parte de un modo de expresión, de un discurso narrativo, que es siempre una interpretación. A eso me refiero con narrativas étnicas: interpretaciones sobre un origen cultural común que establecen una continuidad entre el pasado y los deseos y metas actuales. Estas últimas serían las del ascenso social.
[19] Gilber Causto (locución) & Festival Musical (producción). Mayo, 2004. “El show de Dina Páucar” (Programa diario). Lima. Radio Inca 5:40 AM, Corporación Radial del Perú.
[20] La aparición del libro Ciudad de los Reyes, de los Chávez, de los Quispe escrito por Rolando Arellano y David Burgos (2004) ha sido sintomática en este contexto. Su exégesis y análisis estadístico del perfil del consumidor neolimeño ha cubierto una demanda de información por parte de las empresas. De alguna forma está teniendo el mismo rol didáctico de El otro sendero en su época. La diferencia es que enfatiza la dimensión del consumo y el marketing y no la producción y la economía.
[21] Fuente: “Informe Lima, seis ciudades en una”. El Comercio, 15 de abril del 2004.
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