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Luchar por la descolonización sin rabia no vergüenza: el legado de José María Arguedas
Gonzalo Portocarrero

Luchar por la descolonización sin rabia ni vergüenza:

 

el legado pendiente de José María  Arguedas

 

 

Gonzalo Portocarrero[1]

 

I

 

 

Con José María Arguedas ocurre algo paradójico. Su figura crece con el tiempo pero su obra no es muy leída. En el sentir mayoritario Arguedas se ha convertido en algo así como un santo; un hombre profundamente moral que luchó agónicamente por defender la cultura andina de los embates alienadores de la occidentalización. Entonces en esta posición se combina una reverencia cariñosa hacia una humanidad iconizada con, de otro lado, una pérdida de contacto con la sustancia viva de su obra. Esta situación me parece lamentable puesto que implica una recepción tradicionalista[2], una lectura  que  se  agota en la evocación de un pasado inmóvil sentido como ideal, cuando, en realidad,  todo el ímpetu de Arguedas está dedicado a imaginar futuros posibles en los que la tradición sea un elemento fecundante. Rescatar la tradición tiene sentido en tanto enriquecimiento de nuestra vida y no como mero culto a los ancestros. De otra manera la mistificación del pasado conduce a la nostalgia y al arcaísmo, a la pérdida de relevancia de la obra arguediana, y la desaparición del vínculo vivo que esa obra debe sostener con todos los peruanos, y muy especialmente con los jóvenes que deben ser sus herederos y continuadores.

 

 

Al lado de esta recepción tradicionalista, sustentada en un sentimiento de fidelidad al pasado, está la recepción modernista y colonizadora de su obra. Desde esta última perspectiva, que tiende a ser la dominante, se enfatiza lo hermoso pero inactual de su obra. Habría que evitar la tentación arcaizante de aferrarse al pasado para asumir que nuestro futuro no puede ser otro que sumarnos y confundirnos en la globalización donde todos somos consumidores y productores que vivimos exclusivamente para nosotros mismos. Paradójicamente, aunque aparezcan como contrarias, estas dos aproximaciones tienen aspectos complementarios. En efecto, el tradicionalismo nos deja desarmados frente al futuro. Divididos entre el mundo perdido que añoramos y el presente cruel del que no podemos sustraernos, nos quedamos suspendidos, debilitados, pensando una cosa pero haciendo otra diferente. De otro lado, la actitud modernizadora nos convoca a olvidar el pasado y nos moviliza a la entrega a una lucha sin futuro: ser aquello para lo que no estamos preparados. Es decir, divididos entre lo que no podemos dejar de ser y lo que se nos impone como actual y deseable. En contraste con estas recepciones, la novedad del planteamiento de Arguedas reside en una invocación a recrear la tradición, a buscar una forma de ser modernos desde nuestra propia historia. Creo que en el Perú de hoy recién empezamos a tomar conciencia de la originalidad de la propuesta arguediana. Originalidad difícil de asimilar puesto que implica recusar fundamentalmente el colonialismo pero también el repliegue tradicionalista.

 

 

En realidad la obra de Arguedas representa la expresión más lograda de un movimiento de resistencia y revitalización cultural de hondas raíces en la historia peruana. Mariátegui y Vallejo son sus antecesores inmediatos. La clave de este movimiento es precisamente la lucha por la descolonización; es decir, el intento de romper los anudamientos impuestos a la vitalidad del hombre peruano por sucesivas "mareas colonizadoras"[3] que se han ido yuxtaponiendo en la imagen de una humanidad disminuida e impotente. Frente a los modelos de lo valioso y deseable,  los hombres y mujeres peruanos nos sentimos como avergonzados, culpables, ignorantes de nuestras propias fuerzas, incapaces de un despliegue pleno de la propia creatividad. Elaboramos entonces narrativas trágicas que expresan una sensibilidad dolida, atrapada entre el rechazo a nuestra realidad, la mistificación del pasado y, finalmente, la imposibilidad de encarnar esos modelos de perfección que se nos inculcan. Arguedas trató de decirle a los peruanos, y a toda la gente oprimida,  que confíen en sí mismos pues, aun cuando no lo terminen de saber, están respaldados por una historia llena de momentos felices. En ese pasado que se niega está la posibilidad de un futuro más pleno. No obstante, a diferencia de otros, para Arguedas la lucha por la afirmación de sí, como persona y colectividad, no pasa por una negación del otro, por un repliegue necesariamente arrogante o resentido sobre sí —por un tradicionalismo sin futuro. Por el contrario, romper el "hechizo colonial", reencontrarnos con nuestra vitalidad, es solo posible, en tanto individuos, en una comunión con los otros;  y, en el plano colectivo, como nación, la afirmación de sí, el despertar de esa vitalidad "dormida", tiene que partir de un diálogo de nuestra contemporaneidad con Occidente y con los Andes. Un diálogo donde, en el vaivén entre la gratitud y la crítica, el amor y el odio, pueda surgir una afirmación decidida de nuestra compleja singularidad. El proyecto arguediano es actual y vigente. Quizá nunca como ahora ha habido tantas posibilidades y tantas dificultades, tanta urgencia,  para su realización. En todo caso, la lucha por la descolonización pasa por tomar conciencia de nuestra potencia, de aquello que está sembrado en nosotros y nos servirá para el futuro. Al hablar de nosotros me refiero a criollos[4] y andinos y todos los pueblos del Perú. Arguedas piensa que hay algo importante, decisivo, que se gestó en el Perú, como en otras partes. Se trata de la facilidad para hacer vínculos, la disposición para que los individuos nos integremos en combinaciones donde surge la dicha que invita a la vida. Esta capacidad de acercamiento debe ser permanentemente recreada en función de las circunstancias. Y no, ciertamente, inmovilizada, en una de sus formas —la comunidad andina— como si ella fuera la única válida. No es pues la defensa de una identidad acabada y la nostalgia de perderla lo que define el espíritu arguediano. Es más bien la lucha por integrarnos en este nuestro presente desde unas raíces que son despreciadas como careciendo de valor o no siendo lo suficientemente fuertes como para inspirar nuestro futuro.

 

 

En el Perú, la gente vive la alegría, siente la belleza, pero, pese a todo, tales vivencias no quedan inscritas en nuestro ánimo de modo que el centro de gravedad de nuestro espíritu tiende más hacia la preocupación y el dolor que hacia la ligereza y el contento. La tarea no cumplida, la autodesaprobación, el sentirnos lejos de nuestras metas son nuestros compañeros de ruta. También está, desde luego, la alegría, pero pocas veces sabemos de dónde viene y menos aun a dónde va. Errantes y fugitivos, los buenos momentos parecen caídos del cielo. Tan pronto vienen como inexplicablemente se van. La fuente de donde provienen está escondida, las claves que los provocan escapan a nuestro conocimiento. Acaso somos nosotros mismos quienes no resistimos estos buenos momentos. Nos aferramos a un desencanto. Y  la alegría es solo una amante furtiva.

 

Las líneas anteriores me han sido inspiradas por la lectura de los trabajos "Arguedas y mi mundo". Testimonios y crónicas escritos por jóvenes escolares y universitarios. Hay veracidad en ellos. En este aspecto la lección arguediana ha sido aprendida. Pero no abundan la belleza y la felicidad. Predominan las vivencias amargas: injusticia, odio, soledad y desamor. Es evidente en estos textos la perplejidad del actor o testigo que se sorprende con la maldad del mundo, la queja de la víctima o el horror del espectador impotente. En todo caso el lamento por lo que se perdió.

 

 

En este sentido Arguedas está todavía ausente de estos trabajos pues en su obra la belleza y la alegría son recurrentes. Así la tarea arguediana sigue pendiente: es aún una meta por alcanzar. Quién sabe si no es la presencia de estos mismos buenos sentimientos, en la obra arguediana, lo que aleja a muchos lectores que prefieren "roer"[5] la desgracia antes que abrirse a la vida.

 

 

Para empezar, en la mayoría de las descripciones que hace Arguedas de su entorno prima el asombro. Descubrir y mostrar lo grandioso de los paisajes, los ríos y los montes, pero también de las iglesias y los edificios, los animales y los hombres. La naturaleza es bella pero la mano del hombre puede hacerla aun más bella. No está demás preguntarse si esa belleza está más en la mirada de Arguedas que en la propia realidad. La pregunta es válida desde el momento en que esa belleza, supuesta o real, no es fácilmente percibida por la mayoría de la gente. Creo que la respuesta que daría Arguedas es que la belleza está en la naturaleza y en la gente pero que su esplendor escapa a la mirada de los que se "roen" a sí mismos.

 

 

Entonces, la siguiente pregunta tiene que ser ¿cómo logra Arguedas estar despierto a lo maravilloso? Sea cual fuere la respuesta, otra pregunta se impone de inmediato: ¿por qué esta disponibilidad no lo salva de la muerte? ¿Por qué se sumerge en periodos depresivos?

 

 

Es un hecho que Arguedas tiene la capacidad de usar las palabras para traer a la percepción realidades negadas u ocultas, que escapan de la visión común. No se trata, sin embargo, de una mera capacidad lingüística o retórica, aunque Arguedas tuviera esta capacidad en una medida nada desdeñable. Quizá esta facultad provenga de una combinación de talento y muchas lecturas. No obstante, lo decisivo es su posibilidad de escapar de los estereotipos, de las creencias consagradas. Se trata entonces de la disposición a trascender el sentido común, a visibilizar lo negado. Ahora bien, poner en evidencia los puntos ciegos de los discursos vigentes equivale a individualizar una perspectiva, a pensar fuera de los horizontes interpretativos que normalizan la percepción, empobreciéndola.

 

 

Usualmente la sociedad impone sobre los individuos una manera de ver y sentir el mundo. Digamos que el individuo está "ideologizado" desde el momento en que su mente no registra lo que afirman sus sentidos. Presos de las representaciones colectivas, negamos lo que está frente a nuestros ojos. En este sentido pueden mencionarse dos momentos en los que Arguedas se enfrenta al dogmatismo de las comunidades que lo rodean.

 

 

En el inicio de su carrera como escritor Arguedas recusa la validez de la imagen del indio ofrecida por el sentido común criollo. En efecto, el indio es presentado como un ser triste y melancólico. Desde los valses que lo muestran como la ruina de una grandeza perdida ("ayer montañas, hoy solo escombros") hasta la narrativa de López Albújar y Ventura García Calderón, donde aparece como una criatura extraña y oscura. La visión del indígena en el Vargas Llosa de Lituma en los Andes se sitúa también en esta tradición criolla. Arguedas afirmó, más de una vez, que su deseo de escribir provino del desfase entre su experiencia vital y la simbolización letrada. Habiendo atestiguado la alegría en el mundo andino, en la fiesta y en el trabajo, no se dejó avasallar por la ideología criolla. También había sido observador entusiasta de los conatos de rebeldía de los indígenas, realidad igualmente negada o tergiversada, aunque siempre temida, por los poderosos. Entonces, allí estaba su vocación, su llamado, el proyecto de vida al que consagra todas sus energías[6]. Combatir la desvalorización de lo indígena instaurada como sentido común en el mundo de los criollos. Revelar a sus compatriotas la vitalidad de lo negado, la capacidad creativa de los pueblos andinos.

 

 

Antes que decidiera terminar con su vida, Arguedas vivía en la comunidad universitaria. Florecía en ese entorno una visión marxista de la situación peruana. La oligarquía y el imperialismo eran los enemigos del pueblo, y el ejército y las fuerzas armadas eran los instrumentos de esta dominación. Desde estas anteojeras, la insurgencia del general Velasco fue vista como un intento más de impedir el cambio social. No faltaron quienes dijeran que la reforma agraria favorecía a los terratenientes. O, más tarde, que la comunidad industrial estaba hecha a la medida de los intereses de los empresarios. La emergente izquierda se levantaba sobre un impulso ético de transformación social con el que Arguedas simpatizaba. No obstante, tampoco esta vez quiso sumarse a una manera de ver las cosas no avalada por su propia percepción. Unos cuantos meses antes de quitarse la vida, Arguedas dice: "... el ejército ha hecho en nueve meses mucho de cuanto los partidos de izquierda, los progresistas y la Iglesia Católica renovada han reclamado desde los tiempos de González Prada y Mariátegui... Velasco no parecía un demagogo militar turbio, vacilante pero imperioso. Daba la impresión de un jefe que, de veras, se hubiera dedicado no solamente a disciplinar su tropa de indios y zambos sino a oír sus historias personales: ¡sí, allí está el rostro y el fondo del Perú, como poder, como promesa y como resultado de la opresión esclavizadora!" (Antología, p. 583).

 

 

La lucidez de Arguedas no es sino su vocación por dar cuenta de sus vivencias atravesando los fantasmas que pueblan el imaginario de su época. Ahora bien, entre la confrontación con el sentido común señorial y el marcar su diferencia con el credo de la "nueva izquierda" de su época hay semejanzas y diferencias. Pero lo que nos interesa resaltar es su resistencia al dogmatismo, a la afirmación que impone su validez de puro repetida, que anulando la capacidad de los individuos, termina convirtiéndose en “evidencia” incuestionable.

 

 

II

 

 

La representación racista del indio como un ser "abyecto y degenerado" no es solo una invisibilización de la capacidad creativa del hombre andino; es también, y primordialmente, un instrumento para producir una subjetividad donde lo definitorio es la impotencia y el culto al sufrimiento. En efecto, al poder omnímodo del misti corresponde la mutilada invalidez del indio. Ambas posiciones o figuras resultan de la evangelización cristiana. O quizá, con más propiedad, se podría decir de la "corrupción colonial del mensaje evangélico". Los predicadores coloniales identificaron al indio como un ser "miserable", lo culparon de haber olvidado al verdadero Dios y, también de haber pactado con el demonio que estaba detrás de cada una de las huacas veneradas por los hombres andinos. Entonces los indígenas tendrían que entender su sufrimiento como una penitencia o sacrificio, como un pago de la deuda o pecado en el que habían incurrido. Su redención pasaba por la mansedumbre y la obediencia, por la aceptación de un castigo que siendo merecido era, a la vez, salvador, pues les abría las puertas de una redención ultramundana. A los conquistadores, patrones y mistis quedaba reservado, junto con la iglesia, el cuidado de sus almas y la tutela de sus cuerpos. El término "corrupción colonial del evangelio cristiano" describe con justicia la degeneración de la tradición cristiana a manos de la sociedad colonial. El uso cínico de la religión del amor para amparar y justificar el abuso y la opresión.

 

 

A lo largo de toda su obra, Arguedas contrapuso al indio libre, enraizado en una comunidad, al indio siervo que "pertenece" a una hacienda como peón o pongo. El segundo es el producto más "logrado" del colonialismo. Un ser humilde y temeroso, acostumbrado al maltrato, estoico y resignado. Una caricatura de ser humano. No obstante, Arguedas considera que los hombres andinos preservaron su humanidad ocultando su goce, su alegría de vivir y creatividad de la mirada inquisitorial del mundo de los patrones. En cierto sentido, entonces, la imagen del indio triste y melancólico registra una realidad de opresión, el ejercicio de una violencia simbólica sistemática. Pero no es plenamente cierta, pues los indios, en mayor o menor grado, se dieron maña para ocultar su alegría y gozar de un mundo aparte donde la fiesta y el humor son posibles. El señor no ve o no le interesa lo que ocurre a sus espaldas, siempre que sea obedecido. El estereotipo del hombre triste nace de la realidad de un vínculo autoritario que no llega, sin embargo, a sujetar totalmente la vida del indio. Quedan resquicios para la creatividad.

 

 

Crear es resistir la imposición colonial. No toda la vitalidad discurre por el sendero del autodesprecio y la flagelación instituido por la prédica colonial. Mucha de esa vitalidad se escapa y afirma en la fiesta, el humor y el trabajo. Entonces la potencia y el orgullo son posibles. Testimonio de ello son los indios libres que viven en comunidades capaces de hacerse respetar, que luchan y consiguen poner un freno a los desmanes de los patrones. En su obra narrativa Arguedas registra el "lado oscuro" del gamonalismo. Aquello que no se quiere pensar pero que se presiente en la forma de "fantasmas", de sentimientos que abruman sin que se sepa el por qué. La aparente omnipotencia de los patrones se funda en su insensibilidad, en la ruptura de cualquier solidaridad con los indios. Estos se convierten en cosas, instrumentos desechables, en objetos a ser gozados. Pero la realidad de este poder abrumador se basa en la tergiversación cínica de una doctrina que en realidad invalida este poder. El mensaje de Cristo hace de los pobres los favoritos de Dios. Pero los gamonales usurpan este lugar de bendición, con el argumento de que gracias a ellos los indios pueden acceder a la salvación de sus almas. No serán pobres pero muestran la verdad que redime. Los mistis no pueden creer del todo en lo que dicen, pese a que lo quisieran ardientemente.  De allí que una mala conciencia aceche su tranquilidad. Están presos de un desgarramiento, pues afirmar su posición como patrones absolutos es falsificar la doctrina con la que precisamente legitiman sus ventajas. Resulta entonces un sentimiento de culpabilidad que reclama un castigo. Y el temor a la rebelión indígena es el "fantasma" que expresa su mala conciencia. Temor tanto más grande cuanto que la misma omnipotencia en que los coloca su discurso cínico los hace vulnerables a entregarse al goce obsceno, al abuso sin ley. En efecto, aprovechando la humildad de sus siervos el gamonal viola a "sus" indias, paga miserias a sus peones, es cruel en el castigo. La subjetividad gamonal es perversa y atormentada. En Los ríos profundos, por ejemplo, se rumorea entre los hacendados que Doña Felipa está levantando la “indiada” y que se acerca a Abancay para quemar las haciendas. En Todas las sangres, el miedo de los gamonales se concretiza en la figura de Rendón Wilca, visto con sospecha y aprensión, como subversivo y comunista[7]. Pero cuando finalmente la resistencia indígena se materializa en los "alzamientos", estos son satanizados como figuras del caos y la barbarie, lo que legitima el consiguiente "escarmiento". 

 

 

Pero la subjetividad indígena está también presa de una contradicción. Si la "autoimagen oficial" que el indio ha asimilado es la de ser un hombre culpable y por tanto sumiso y doliente, entonces ¿cómo vivir esa alegría (clandestina) y ese resentimiento silencioso contra el patrón? La solución de renegar del odio y la alegría, reservándola para espacios "libres", tiene un costo que es la disminución de la vitalidad, pues mucha de esta vitalidad es consumida por el esfuerzo de ocultar o reprimir las palpitaciones rebeldes que todas maneras insurgen. En este sentido es emblemático el personaje del pongo del primer capítulo de Los ríos profundos. "El pongo esperaba en la puerta. Se quitó la montera, y así descubierto, nos siguió hasta el tercer piso. Venía sin hacer ruido, con los cabellos revueltos, levantados. Le hablé en quechua. Me miró extrañado... Tenía un poncho raído, muy corto. Se inclinó y pidió licencia para irse. Se inclinó como un gusano que pidiera ser aplastado" (Antología, pp. 213-214).

 

 

Desde un punto de vista más conceptual, podemos decir que el patrón y el siervo son sujetos desintegrados por un vínculo social que impide la veracidad, la mutua presencia. De allí la compleja relación que sostienen las sociedades de las que forman parte. Se cierran sobre sí y se ignoran, pero también se rechazan, luchan y se desgarran, a la vez que no dejan de influirse mutuamente.

 

 

Entonces quisiera volver ahora a mi observación inicial. Es decir, al carácter "no oficial" de la alegría y la belleza, y la debilidad de su presencia en los trabajos presentados al concurso "Arguedas y mi mundo". La alegría está más en la realidad que en los textos llamados a dar cuenta de ella. Y este desfase, esta poca legitimidad de la alegría, este aferrarse a la tragedia como la sustancia del drama humano, conspira contra la proliferación de la vida. Si esta observación es cierta, entonces los textos que comento ponen en evidencia la continuidad del trabajo del colonialismo. La exasperante lentitud de nuestra descolonización, o quizá mejor: la renovación del colonialismo, ahora menos ligado al púlpito y al gamonalismo, y más bien dependiente de la globalización y los medios de comunicación. En todo caso, lo que continúa es el sentirse poca cosa, definitivamente inadecuado. Y la alegría sigue clandestina. ¿Jodidos pero contentos? Sí y no. Sí, porque pese a que el fantasma de no merecer nos sigue rondando, no faltan espacios para la creatividad y la fiesta. Pero también no,  porque, otra vez, ese fantasma nos sigue succionando la vida.

 

En efecto, si ocultamos nuestra alegría es porque juzgamos que es vergonzosa, que no la merecemos, que no cuadra con lo que la moral nos demanda. O, en todo caso, porque pensamos que si la exhibimos nos la pueden robar. Entonces la vivimos casi clandestinamente en espacios privados, o, en todo caso  en espacios festivos donde está presente en la música y el movimiento de los cuerpos pero no así en el orden de los conceptos. Somos entonces un pueblo que teme tomar conciencia de su fuerza, que engríe el dolor y el sufrimiento. La sombra colonial se proyecta hasta hoy aun cuando se suponga que todos somos ciudadanos. En todo caso el patrón lo llevamos dentro.

 

 

III

 

 

La raíz de la lucidez de Arguedas, su capacidad para trascender los imaginarios colectivos, debe buscarse ante todo en su desarraigo. Recorre diversos mundos sin enraizarse enteramente en ninguno. Desde el mundo indígena de la servidumbre de la casa hacienda de Viseca hasta los salones intelectuales de los aristócratas limeños. Pasando desde luego por el colegio, la universidad y la burocracia pública. Sus relaciones permanentes son los intelectuales y los artistas populares. Ocasionalmente, en función de sus investigaciones antropológicas o literarias, entrevista campesinos y obreros. En el centro del panorama anterior hay que colocar a su familia: sus hermanos y su primera esposa, Celia Bustamante, y luego su segundo compromiso, Sybila Arredondo. Si recurrimos a la socorrida metáfora del Perú como un archipiélago de islotes sociales escasamente comunicados entre sí, habría que decir que Arguedas vivió en casi todos los islotes. Permaneció en ellos, amó a sus habitantes, trató de acercar a unos y otros. Trató de construir puentes entre estos islotes, y también puentes entre el pasado y el futuro. Pero lo más extraordinario es que cambiar de mundo no significó para él renunciar a las relaciones entabladas con anterioridad. Menos aun estar detrás de los consagrados que podrían ser su nuevo entorno. Es decir, el reconocimiento creciente que su obra fue ganando no lo puso a la caza de los famosos. Tampoco lo llevó a voltear la espalda a sus amigos de siempre. El éxito no desvirtuó su creación. Rehusó convertirse en un profesional encasillado.

 

 

Vivir, atravesando (casi) todos los mundos sociales y mantener vivas las relaciones contraídas en ellos. Esta es la base de la "imaginación cronotrópica" de Arguedas[8]. Este concepto, "imaginación cronotrópica", es elaborado por Bajtin para referirse a la capacidad de un autor para narrar el mismo mundo de puntos de vista muy diversos. Esta facultad fundamenta la "novela polifónica", basada en el "dialogismo", en la convicción de la irreductibilidad de las distintas perspectivas a un centro o voz que las sintetice. La idea es que no hay un "ojo de dios", una posición desde la cual el mundo puede verse "objetivamente". Lo que en realidad existe es una pluralidad de perspectivas y voces que el narrador debe mostrar poniendo en evidencia la humanidad de cada una de ellas pero sin identificarse totalmente con ninguna. La identificación total con alguna de estas voces, y la consecuente anulación de las demás, conduce a lo que Bajtin llama el "monologismo" y a una representación ensimismada del mundo. En el límite a la novela de "tesis" o pedagógica donde el autor trata de "demostrar" la corrección o justicia de un punto de vista. Aves sin nido de Clorinda Matto, es un ejemplo típico. Mientras que los curas y gamonales son la encarnación de un mal absoluto, los indígenas, especialmente los niños, aparecen como víctimas indefensas. La representación de la realidad queda así empobrecida. La polifonía permite en cambio una representación densa de lo real. No es que se evite el juicio moral, pero este sigue a la comprensión de los personajes, a la reconstrucción de su forma de habitar el mundo.

 

 

El dialogismo que fundamenta la polifonía implica convertir a cada personaje en un centro, en un individuo que responde a una historia, que se define a partir de sus relaciones con los otros. El dialogismo supone la posibilidad de trasladarse al lugar del otro, imaginarlo desde dentro. En el fondo dar autonomía a los personajes sobre la base de una escucha atenta de fragmentos de la propia subjetividad que representan en nuestro mundo interior lo que estos personajes significan en el mundo social. Más concretamente, oír las voces del gamonal y del pongo, del mestizo y del indio libre. Todas ellas están presentes en la subjetividad de Arguedas. Los conoce de cerca y sus huellas permanecen en su mundo interior. Por eso puede hablar por ellos. Son próximos. Ahora bien, escuchar la huella del otro dentro de mí requiere de una sensibilidad abierta; es decir, abandonarse al trasfondo vivencial de los recuerdos para desde allí elaborar con toda la veracidad posible un personaje, una compleja simplificación de una de las posibilidades de lo humano. Es decir, todo lo opuesto de una caricatura. La sensibilidad dialógica en Arguedas significa darse cuenta de la multiplicidad de perspectivas que constituyen el mundo. Desde Yawar fiesta hasta Los zorros se reitera el mismo procedimiento: identificar las presencias que definen un mundo social, acercarse a su manera de ver las cosas, mostrar su humanidad: sus dilemas, deseos y temores. Finalmente dejar el desenlace abierto: múltiples posibilidades germinan en la realidad y toca al lector imaginar el resultado que solo el tiempo podrá o no corroborar.

 

 

IV

 

 

La seguridad en las convicciones no examinadas es el límite de la capacidad crítica. Se trata de las creencias sociales no cuestionadas que anidan en el mundo de cada uno, condicionando nuestra sensibilidad y conducta. Un "gran autor" es alguien que logra poner en entredicho las certidumbres de su época, que es capaz de remover las sedimentaciones coaguladas del sentido común en la búsqueda de un contacto más primordial con la realidad, un contacto que le permita nombrar lo que se siente pero que se resiste a ser pensado. En este sentido, el gran mérito de Arguedas es haber mostrado la vitalidad, la fuerza creativa de la cultura indígena, oculta para los criollos y aun para los propios hombres andinos. Esa fue su misión, la respuesta que dio al llamado a ser justo y honesto. Identificarse con los débiles pero no para arrasar con los fuertes sino para transformar las relaciones entre la gente. La comunidad fue su modelo y la ambición disgregadora del capitalismo su gran temor. Pero su confianza estaba puesta en la vitalidad de la herencia andina. Una cultura milenaria entretejida en la vida aunque poco consciente de sí misma podría resistir el choque con la modernidad. Era posible una metamorfosis de las identidades sin que desaparezcan las fijaciones libidinales que son la matriz de la cultura andina: la estimación de la laboriosidad, los rituales colectivos asociados a la religión y al trabajo, la predisposición a la fe y a la confianza, la veneración de la naturaleza.

 

 

Así como Arguedas nunca perdió contacto con las amistades de su infancia y juventud, pese al avance de su carrera como escritor y su contacto con círculos cada vez más "altos", de la misma manera Arguedas pensaba que la evolución de la sociedad andina no tendría porqué llevar a la abjuración de lo tradicional. Ahora bien, esta posición estaba totalmente en oposición al imaginario de su época, digamos los años 50 y 60, dominados por una visión lineal del cambio social. Me refiero tanto al imaginario modernizante del APRA y Acción Popular como el confrontacionista que caracteriza a la izquierda marxista. En todo caso, en el imaginario de la época estaba fuera de duda de que lo andino era el atraso que acaso podría sobrevivir como inercia, como arcaísmo, para desaparecer luego en un mundo homogenizado donde las diferencias serían cada vez más irrelevantes.

 

 

Hoy en día podemos comprender pero también tomar distancia de la seguridad arguediana. En lo fundamental no se equivocó. Eso que algunos gustan de llamar lo "arcaico" es en gran medida la cultura andina que se recrea y se hibridiza con la modernidad, con resultados tan cuestionables como prometedores. La polémica sigue abierta, pero algo ha cambiado. Mientras que la posibilidad de un mundo socialista se ha desvanecido, la persistencia de la cultura andina se ha hecho cada vez más evidente. Algunos siguen pensando que esta persistencia es la causa del atraso. Otros en cambio cifran en esta presencia la posibilidad de algo así como una "endogenización de la modernidad".

 

 

V

 

 

Pero volvamos a lo esencial. Arguedas, el hombre que mostró la vitalidad del mundo andino, que produjo la narrativa más esperanzada que se haya escrito sobre el país, fue sin embargo un hombre de profundas caídas anímicas, acechado por una depresión crónica. Cuando llegó a la convicción de que ya no podría seguir luchando decidió que su vida ya no tendría razón para continuar. En cualquier forma la recurrencia de la tristeza en su vida no debe hacer perder de vista su alegría y buen humor. Su gusto por el canto y el baile, por la conversación y el humor, por los animales y la naturaleza, por todo lo creativo. Quitarse la vida no fue un acto desesperado, fue una resolución largamente meditada y postergada hasta el término de Los zorros, su novela póstuma. Su suicidio fue algo así como un acto responsable, obra de alguien que sabe lo que quiere y lo que hace. Inclusive el suicidio puede ser leído también como un sacrificio, como una manera de hacer más convincente su mensaje.

 

 

No obstante, en este  abjurar de la vida puede suponerse un fracaso. En vez de seguir hasta el fin de sus días prefirió adelantar su muerte. Influido por el psicoanálisis, Arguedas cifraba su drama personal como la lucha entre el goce de la vida y la (casi) irresistible atracción de la muerte, vivida esta como falta de ánimo, fatiga, sentimiento de estar gastado.

 

 

A la luz de todo lo dicho cabría una conjetura diferente para comprender la decisión final de Arguedas. Quizá complementaria a tantas otras explicaciones, tan probables como imposibles de verificar. En efecto, hemos sostenido que la vocación de Arguedas se definió como la de constructor de puentes entre mundos y tiempos sociales. Más específicamente, su compromiso era mostrar la vitalidad negada por el mundo señorial y frecuentemente renegada por los mismos hombres andinos. Luchar contra las narrativas trágicas y los estereotipos dolientes que menoscaban la potencia de la vida. Convertir, si se quiere, lo "clandestino" en "oficial". Empoderar al pueblo indio y mestizo haciéndoles ver que tienen más felicidad de la que conscientemente reconocen y que, además, se merecen mucho más alegría de la que disfrutan, pues es inmensa su capacidad creativa. Para realizar este proyecto era necesario romper con las cadenas del colonialismo y su trabajo permanente de rebajar la autoestima. Ahora bien, hacer aflorar la alegría subterránea, contagiarla al pueblo peruano, era un atrevimiento que implicaba romper mil tabúes. Luchar contra el mundo oficial desde una posición casi siempre marginal, aunque lo fuera cada vez menos. En realidad el proyecto arguediano suponía desgarramientos y tensiones. De hecho, Arguedas no era inmune al hechizo de los premios y distinciones. Eran estímulos pero también compromisos. El éxito podía alejarlo de su proyecto, secar sus raíces creadoras al apartarlo del mundo que quería representar. Pero también la falta de reconocimiento lo podía derrumbar persuadiéndolo de lo insignificante de su esfuerzo. En cierto sentido el triunfo personal preparaba el fracaso de su obra, mientras que la marginalidad y el desconocimiento lo ponían en una situación donde podía ser congruente consigo mismo pero al precio de la frustración. En todo caso la lucha era intensa. El éxito individualiza, frivoliza. La falta de reconocimiento apaga[9].

 

 

 

VI

 

 

La perspectiva arguediana visibiliza el poder, la vitalidad y la alegría de la gente, experiencias normalmente ocultadas por una suerte de pacto entre el poderoso que ni quiere ver, ni le interesa, y, de otro lado, el subalterno que o bien se avergüenza de su goce o teme que se lo puedan robar. En cualquier forma lo sustrae del mundo de los señores. En sus textos, literarios y narrativos, Arguedas registra ese poder y esa alegría capaz, tanto de "mover montañas", como de producir la comunión y la solidaridad entre la gente. Desde la perspectiva criolla "oficial" estos textos pueden ser sentidos como mistificaciones ingenuas, incluso pueden ser resistidos con rencor como exageraciones agresivas y absurdas. Una inocentada bienpensante, en el mejor de los casos; y en el peor, una reivindicación falaz de lo "arcaico", de lo primitivo puramente inerte. No obstante, la obra arguediana abunda en pasajes donde es patente la creatividad, el poder y la felicidad del mundo indígena y mestizo. De estos pasajes seleccionaremos uno de los más representativos. Se trata del episodio del zumbayllu de Los ríos profundos. En apariencia el zumbayllu no es más que un trompo, un juguete. Pero para Ernesto, el protagonista de la novela, y para sus amigos, es mucho más que eso. Se trata de un objeto encantado que pone en marcha una experiencia intensa, movilizadora. La revelación o epifanía del misterio de la comunión entre los hombres, y de otro lado, entre estos y la naturaleza. En lo pequeño y cotidiano se revela algo trascendente y tremendo. Sucede que uno de los alumnos del colegio donde estudia Ernesto, Ántero, trae un trompo o zumbayllu y lo hace bailar ante la mirada atónita de sus compañeros. Nadie, entre ellos, había imaginado que algo tan maravilloso pudiera existir.

 

 

"... bajo el sol denso, el canto del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía tener agudo filo. Todo el aire esta henchido de esa voz delgada; y toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar. —¡Zumbayllu, zumbayllu! Repetí muchas veces el nombre, mientras oía el zumbido del trompo. Era como un coro de grandes tankayllus fijos en un sitio, prisioneros sobre el polvo. Y causaba alegría repetir esta palabra... El canto de zumbayllu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos, de los árboles negros que cuelgan en las paredes de los abismos... ¿Qué semejanza había, qué corriente, entre el mundo de los valles profundos y el cuerpo de ese pequeño juguete móvil, casi proteico, que escarbaba cantando la arena en la que el sol parecía disuelto?... Antes que nadie pudiera impedírmelo me lancé al suelo y agarré al trompo. La púa era larga, de madera amarilla. Esa púa y los ojos, abiertos con clavo ardiendo, de bordes negros que aún olían a carbón, daban al trompo un aspecto irreal. Para mí era un ser nuevo, una aparición en un mundo hostil, un lazo que me unía a ese patio odiado, a ese valle doliente, al Colegio... —¡Ay zumbayllu, zumbayllu! ¡Yo también bailaré contigo!" — le dije. Y bailé buscando un paso que se pareciera al de su pata alta. Tuve que recordar e imitar a los danzantes profesionales de mi aldea nativa" (pp. 266-267).

 

 

Dejado como interno en el Colegio de Abancay, Ernesto, acostumbrado a la vida libre y errante, desespera pero no se derrumba; su mayor reto es salir airoso de la confrontación con el abuso de los alumnos mayores. En este contexto la aparición inesperada del zumbayllu galvaniza en él un sentimiento de poder y alegría. El zumbido del trompo evoca vivencias de plenitud que lo reafirman. Esas vivencias tienen que ver con una relación gozosa con la naturaleza, con recuerdos felices que lo inundan de dicha[10]. El sonido del zumbayllu es muy similar al producido por los tankayllus, esos animalitos voladores, insectos extraños y grandes, de sabor dulce; "... los niños que beben su miel sienten en el corazón, durante toda su vida, como el roce de un tibio aliento que los protege contra el rencor y la melancolía" (p. 263). También es afín a la música del pinkuyllu, la quena gigante que tocan —épicamente— los indios en las grandes fiestas comunales.

 

 

La "magia" del zumbayllu está en su capacidad de traer al presente esos recuerdos y vivencias que transforman su ánimo. Bajo su influjo, de un momento a otro, Ernesto es capaz de desafiar a los alumnos más grandes y abusivos. No tiene miedo, está protegido por la súbita reintegración de su ser, por la fuerza y la resolución que emanan de su contacto con su vitalidad hasta entonces mermada por la atmósfera opresiva del colegio. Pero el cambio de Ernesto es compartido también por otros muchachos, los más débiles y pueblerinos. De pronto, entonces, la jerarquía impuesta por los mayores se desvanece y la cercanía afectiva es tan intensa que no hay espacio para la arrogancia. El baile es el único lenguaje que puede expresar tanta alegría.

 

 

¿Por qué Ernesto es capaz de lograr este contacto fecundo con sus vivencias más afortunadas? ¿Por qué Arguedas, a diferencia de las narrativas trágicas propias del mundo criollo, puede elaborar un relato donde el poder y la alegría están en el primer plano? Respecto a la primera pregunta habría que decir que, si en el mundo interior de Ernesto pueden hacerse presentes los momentos más felices de su vida, es porque él no se encuentra paralizado, avergonzado de sí. Ernesto no ha interiorizado una voz que estigmatice lo más ardiente de su vitalidad. La parálisis podría producirse en el caso de que algún otro significativo, una autoridad, hubiera condenado ese desborde de vida como pueril, torpe, feo, vulgar o inadecuado. Entonces, tendríamos el pasmo, la imposibilidad de una integración. El colonialismo es precisamente esa autoridad que avergüenza y desacredita lo más entrañable, que impide su hacerse presente en esa irrupción de fuerza que protege y moviliza a Ernesto.

 

 

Respecto a la segunda pregunta, es ilustrativo comparar las “novelas de aprendizaje” características del mundo criollo, con Los ríos profundos. Como se sabe, en las “novelas de aprendizaje” la narración se concentra en los cambios sufridos por el protagonista en su tránsito hacia la madurez. En los relatos criollos la madurez a la que se llega está marcada por la desilusión y el conformismo. Zavalita, por ejemplo, el protagonista de Conversaciones en la catedral de Mario Vargas Llosa, “aprende” que la vida no es como se la imaginó; que debe dejar atrás sus sueños y esperanzas para integrarse en un mundo sórdido y mediocre. Finalmente, la novela es la crónica de un desencanto personal que tiene como trasfondo una sociedad, entrampada, incapaz de proyectarse creativamente sobre el futuro. Mientras tanto, la fuerza interior de Ernesto reside en su integridad, en la fluidez de sus sentimientos, en su no dejarse abrumar por la hostilidad del mundo. Su espíritu de lucha crece y se libera de los nudos que lo sujetan. 

 

 

VII

 

 

El mundo social es siempre complejo, poblado de múltiples signos. No es demasiado difícil hilvanar los aspectos más negativos en un cuadro gris donde se proyecta la imagen de una decadencia sin remedio. Esta es, precisamente, la “tentación criolla”. Es decir, capitular frente a la autoridad colonial, abandonarse a un pesimismo que se complace en una autoindulgencia flagelante. Desde esta posición surge la nostalgia de un pasado anterior a la caída o a la decadencia. Se configura, así, lo que Fellini llamó “el profetismo de la desgracia”. Hoy esta sensibilidad se nos filtra hasta los huesos. Tiende a dominar nuestra visión de futuro invitándonos a un sentimiento de fatalidad que puede, sin embargo, ser complementado y/o compensado con un toque humorístico que nos convida a reírnos y hasta gozar de nuestros propios males. Esta actitud se encuentra presente en los programas políticos con su gusto por el escándalo, en la satisfacción gozosa con que sus conductores denuncian las miserias de nuestra vida social. También está en muchos intelectuales que equiparan lucidez a pesimismo, convirtiéndose en activos “profetas de la desgracia”. El mensaje es el mismo: “estamos fritos”, “no hay salida”, “todo está mal", “todo lo bueno sucede por accidente”. Tenemos, entonces, una sociedad que no es consciente de su propia fuerza, que difícilmente puede movilizar sus energías interiores.

 

 

En realidad, el “profetismo de la desgracia” es una posición profundamente conservadora, que se fascina por los aspectos más negativos de cambio social, aquellos que invisibilizan la renovación que se abre paso en medio de la crisis. Se trata, en verdad, de una resistencia al cambio, de una no-aceptación de una realidad que se aparta cada vez más del deseo colonial, que es un deseo imposible. Una realidad que no es reconocida en su originalidad y posibilidades. Cuando desfallece la ilusión de ser “cada vez más modernos”, en el sentido de cada vez más parecidos a esos modelos con que el colonialismo atrapa nuestro deseo, se produce entonces el desencanto. El desconocimiento de los gérmenes del futuro presentes en lo “arcaico”. Es decir, las diferentes formas de pesimismo: el agresivo del intelectual que siente como agravio la esperanza, el tragicómico de la víctima que otra vez engañada pretende mantener la ilusión.

 

 

VIII

 

 

Para Arguedas la comunidad se opone a la jerarquía del mismo modo que la alegría se opone a la tristeza. La comunidad se sustenta en el trabajo y la fiesta, en la proximidad e indiferenciación de los individuos. La comunidad se (re)constituye a través de comportamientos ritualizados en los que se genera un espíritu común, regocijado, una "pasión alegre". El egoísmo no tiene mucho lugar puesto que todos suman uno. La felicidad es contagiosa y nadie es inmune a su idilio. La existencia de la comunidad tiende a prolongarse en la vida cotidiana mediante una educación moral que propicia su constante reaparición en todos los planos de la vida social.  Mientras tanto la jerarquización aísla a las personas, las vuelve egoístas, incapaces de un contacto pleno con los otros. En realidad las corrompe y deshumaniza. En este sentido tanto el vínculo gamonal como el capitalista implican la desaparición de la comunidad. Las pasiones individuales desenfrenadas como la lujuria y la codicia llevan a la jerarquización y la soledad. El gamonal abusivo y el capitalista calculador son figuras de un individualismo "roedor", sujetos incapaces de sostener vínculos relevantes, imposibilitados de ser parte de la comunidad sostenible, la que es capaz de producir la "pasión alegre" que crea y fecunda.

 

 

Ahora bien, Arguedas piensa que a la comunidad andina le está vetado el camino del mal. La efervescencia de sentimientos no podría ser canalizada a la destrucción cruel del otro. Pueden haber alzamientos, resistencias violentas al abuso gamonal. Pero en medio de todo prima la consigna de que "no haya rabia". Entonces la resistencia y la venganza no son necesariamente crueles. Lo impide la idea de justicia y el reconocimiento de la común humanidad. Arguedas escribe que en el mundo campesino muchas veces escuchó esta frase. Frase que aparece también en sus textos literarios como encarnación de una vieja sabiduría. Y es que para Arguedas la "rabia" nace no tanto de la injusticia sino sobre todo de la soledad y la tristeza. La persona que ha vivido la experiencia comunal está "vacunada" contra el odio y la crueldad.

 

 

Para Arguedas la gran herencia del mundo andino es la vivencia de comunidad con la potenciación de ánimo que ella produce. No hay otro camino a la felicidad que el romper las fronteras del yo, que el encuentro con otro cuerpo. La comunidad es una forma de socialidad que impide tanto la competencia individualista como el ejercicio sádico del poder. Por tanto la arrogancia y la envidia, de un lado, y la crueldad y el resentimiento, del otro. Para Arguedas la vivencia de comunidad es recurrente en el mundo andino. Las instituciones comunales fomentan este tipo de socialidad. Aquí está la fuerza del mundo indígena, su capacidad de "mover montañas".

 

 

Esta capacidad ha permitido que el mundo andino resista el "acorralamiento" del gamonalismo. Más, desde luego, en las comunidades libres que en las haciendas. No obstante, los tiempos cambian y ahora es el choque con la modernidad y el capitalismo lo que está a la orden del día. En todo caso Arguedas parece confiar en la disposición comunitaria. No importa que los comuneros se transformen en migrantes puesto que ellos podrán rehacer vínculos comunitarios en sus nuevos entornos. La cultura andina no será desvirtuada.

 

 

El filósofo francés Gilles Deleuze propone que la literatura no es simplemente una reproducción del mundo social. Es también una apuesta por cambiarlo. "El escritor como tal no es un paciente sino un médico, el médico de sí mismo y el mundo. La literatura aparece entonces como una empresa de curación: no es que el escritor esté necesariamente en buena salud, pero él posee una salud delicada y resistente que se deriva de que él ha visto y oído cosas demasiado grandes para él... cosas sofocantes cuyo acontecimiento lo deja exhausto... El escritor retorna de lo que él ha visto y oído con los ojos inyectados de sangre y los tímpanos agujereados". Ahora bien, para Deleuze la salud consiste en inventar una población que no está y esta invención solo puede generarse desde un lugar de enunciación subalterno, lugar marcado por el sufrimiento y el deseo, lugar desde donde es posible articular la verdad de un orden social junto con la invención del sujeto llamado a cambiarlo. Todo este esfuerzo requiere de la creación de un lenguaje dentro del lenguaje, de un estilo que permita dar cuenta de lo que está fuera, de lo excluido e innombrable. El escritor es para Deleuze un chamán, alguien que como dice Canetti se revuelve sobre sí, que se arma de todas las experiencias de los demás sin dejar de ser lo que es, para producir nuevas identidades. Para precipitar la metamorfosis que descongela el flujo de la vida inmovilizado por los poderosos, por aquellos complacientes que no quieren que nada cambie. José María Arguedas recorrió y absorbió todas las patrias y permaneciendo como un desarraigado fue sin embargo capaz de imaginar los cambios que serían necesarios para una descolonización que tuviera como fundamento el reapropiarse del legado andino.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

 

ARGUEDAS, José María

 

1983        Obras completas. Ed. Horizonte. Lima.

 

2004        ¡Kachkaniraqmi! ¡Sigo siendo! Textos esenciales. Antología preparada por Carmen María Pinilla. Fondo Editorial del Congreso de la República. Lima.

 

 

CASTORIADIS, Cornelius

 

1997        El avance de la insignificancia. Ed. Eudeba. Buenos Aires.

 

 

CANETTI, Elías

 

2002        Masa y poder. Ed. Galaxia Gutemberg. Barcelona .

 

 

DELEUZE, Gilles

 

1997        Essays critical and clinical. University of Minnesota Press.

 

 

FOUCAULT, Michel

 

1981        Las palabras y las cosas. Ed. Siglo XXI. México.

 

2001        Defender la sociedad. Ed. FCE. Buenos Aires.

 

 

LOPEZ MAGUIÑA, Santiago

 

"Los modos de captación de lo real en Todas las sangres” (manuscrito inédito). 

 

 

MANRIQUE, Nelson

 

1999        La piel y la pluma. Ed. Sur. Lima.

 

 

MOORE, Melisa

 

2003        En la encrucijada: las ciencias sociales y la novela en el Perú. Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lima.

 

 

PINILLA, Carmen María

 

1993        Pinilla, Carmen María. "El principio y el fin: Mariátegui y Arguedas" en Anuario Mariateguiano, Vol. V, N° 5.

 

1994        Arguedas: conocimiento y vida. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima.

 

 

ROWE, William

 

1996        Ensayos Arguedianos. Ed. Sur. Lima.

 



[1] Profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP. El autor quiere agradecer la interlocución permanente de la "comunidad" que organiza el evento "Arguedas y el Perú de hoy": Carmen María Pinilla, Santiago López Maguiña, Rafael Tapia, Carla Sagástegui, Julio Alfaro, Francesca Denegri, Carolina Garay, Cecilia Rivera. Dejo al final un agradecimiento muy especial para Patricia Ruiz Bravo, mi esposa, quien leyó dos veces este texto haciendo tantas sugerencias que muchas de ellas han quedado aún pendientes de ser asimiladas.

 

[2] No está demás expresar mi simpatía con la recepción tradicionalista en tanto en ella palpita una resistencia a la colonización junto con una reafirmación orgullosa de valores humanos ancestrales. No obstante, tampoco puedo dejar de ver el talante oscuro del tradicionalismo: su reafirmación patriarcal y su cerrazón hacia lo nuevo. 

 

[3] Las "mareas colonizadoras" son básicamente dos. La primera corresponde a la evangelización cristiana que define al hombre andino como "indio y vasallo". La segunda data de mediados del siglo XX y redefine a este mismo hombre como "pobre y subdesarrollado".

 

[4] El gran límite para el despliegue de la vitalidad del mundo criollo ha sido la negación de su cada vez más vigorosa raíz andina. El criollo trató de forzar fronteras con la cultura andina. Desde los ojos imperiales, cuanto más netas y distantes fueran estas fronteras tanto mayor sería el valor del criollo. Entonces la coyuntura criolla puede cifrarse como estar en la encrucijada de o bien seguir la nueva "marea colonizadora" o apropiarse del legado que tiende a rechazar.

 

[5] Arguedas utiliza este término para referirse a los intelectuales parisinos de fines de los años 50; a los existencialistas, que separados de la naturaleza y de su propia gente, no se percatan de lo bello de su ciudad y sus habitantes, desesperándose entonces sin razón suficiente. Arguedas concibe que los intelectuales de otras culturas diferentes, como él mismo, tienen una importante función que cumplir en el concierto de la intelectualidad europea: transmitir la fuerza y vitalidad que proviene de un mundo que está aún por hacer, donde la misión del escritor es inmensa. Donde abundan los materiales para construir un futuro, destacando entre ellos el sentido de comunidad, la facilidad para entrar en comunión con los otros. Ver el notable artículo "París y la patria", escrito en 1958 y recientemente reeditado en la antología de Arguedas compilada por Carmen María Pinilla.   

 

[6] Ver el trabajo de Carmen María Pinilla donde queda claro que Arguedas reconoce su misión en la lectura de Mariátegui, en el reclamo del autor de los Siete ensayos... por una voz capaz de dar cuenta del mundo andino desde dentro.

 

[7] El reino indisputado del gamonalismo terminó hacia fines del XIX. De allí en adelante surgió un nuevo sentido común. La simpatía con el indio como víctima y el rechazo del gamonal como déspota bárbaro se generalizó en la opinión pública urbana. Las ideas burguesas de disciplina, de la justicia como intercambio de equivalentes y la secularización socavaron la imagen del patrón como heredero de los derechos de los conquistadores y del indio como animal a ser humanizado a través del castigo y la obediencia. Ahora la idea propagada por la escuela es la "redención" del indio a través de la educación. En este cambio de sensibilidades, Nelson Manrique atribuye con razón a la obra de Clorinda Matto una gran importancia. Aves sin nido es para el Perú lo que la cabaña del Tío Tom fue para Estados Unidos. En todo caso, la agitación pro-indígena es cada vez más fuerte y articulada. Sin embargo habrá que esperar muchos años para que esta prédica alcance sus efectos. Y no será tanto la acción criolla la definitiva cuanto la resistencia creciente de los propios indígenas.

 

 

 

 

[8] Ver el trabajo de Melisa Moore sobre Todas las sangres.

 

[9] En realidad pueden arriesgarse múltiples interpretaciones sobre el suicidio de Arguedas. Aquí expongo las bases de otra que enfatiza la idea de que vivir/morir puede ser una decisión legítima. En efecto, según Foucault la política del Estado moderno tiene como eje la vida y su prolongación. Estamos, entonces, ante una “biopolítica” que se puede sintetizar en la consigna de “hacer vivir”. En la sensibilidad moderna toda vida debe prolongarse hasta el fin de sus días. Esta situación contrasta con “el antiguo régimen”, donde la consigna equivalente era “dejar morir”. La “biopolítica” implica un nuevo tipo de saber-poder. El saber de los especialistas consagrados a extender la vida mediante intervenciones en el campo de la medicina, la prevención, la nutrición, la enseñanza. Gracias a su acreditación universitaria, estos especialistas gozan de una gran credibilidad y el poder consecuente para modelar la vida cotidiana. La represión de la realidad de la muerte es el reverso de la secularización, de la incertidumbre creciente sobre si realmente hay un “más allá”. Desde esta perspectiva, la muerte temprana aparece como el más grande de los escándalos. Muy en especial el suicidio, que es sentido como una cobardía o una traición. Según Castoriadis, en El Avance de la insignificancia la gran crisis de Occidente tiene que ver con la represión del tema de la muerte, convertido así en un tabú, en algo silenciado pero de todas maneras inquietante. La política de prolongación de la vida no tiene como correlato una preocupación por el sentido de la misma, por generar un entusiasmo que haga que esa extensión valga la pena. Tenemos, entonces, que la insignificancia o pérdida de sentido se cierne sobre estas vidas, deficitarias en sentido, prolongadas hasta sus últimos límites. La depresión, la ausencia de un fervor por vivir se extiende, especialmente entre los ancianos abandonados en “casas de reposo”, verdaderas antesalas de la muerte. En el fondo, se trata del “olvido” de que el hombre es, según Heidegger, un “ser-para-la-muerte”. Este “olvido” implica un avalar la fantasía de omnipotencia, el desconocimiento de la finitud como hecho esencial de la condición humana. La “biopolítica” implica un desconocimiento y hasta satanización de la posibilidad de abandonar la vida.

 

En otras sociedades y culturas, donde la presencia de la religión y la sacralidad es más fuerte, la muerte no tiene la misma connotación traumática. Resulta más fácil de significar y de asimilar a la vida cotidiana. Sin ir más lejos, en el Perú hasta muy entrado el siglo XX no existía una “biopolítica”: campañas de vacunación, prevención y establecimiento de una red hospitalaria. A consecuencia de infecciones y epidemias, la gente moría por millares,  especialmente en el mundo andino, y esto era asumido como algo que lamentar, pero de todas maneras habitual e irremediable. De otro lado en el mundo andino la muerte es parte del ciclo de la vida. Los muertos fertilizan la tierra, sin su ayuda las cosechas no serían suficientes, la esterilidad se impondría. Los muertos participan en la comunidad de los vivientes.

 

Entonces volviendo al tema del suicidio de Arguedas, me parece pertinente desdramatizarlo. Para empezar, no fue ciertamente resultado de una acción desesperada. Todos los testimonios, incluyendo el del propio Arguedas,  coinciden en que se trató de una decisión madurada lentamente. Sufría y no encontraba razones suficientes para prolongar su vida. Más bien había tratado —agónicamente— de hacer valer por más tiempo la razón que lo había impulsado: dar fe de la creatividad del hombre peruano. Cuando se sintió sin fuerzas, ni entusiasmo para proseguir, cuando creyó que ya había cumplido su misión sobre la tierra, pensó en dar por concluida su vida. Entonces hay que resistir el anacronismo de pensar su decisión como cobardía tal como lo sugiere la “biopolítica”. 

 

 

[10]  El pensamiento de Ernesto discurre por el camino de las semejanzas o afinidades. Vincular los entes por sus afinidades remite a una manera de estar en el mundo muy diferente al racionalismo utilitarista propio de Occidente. Desde esta perspectiva moderna se privilegia la relación causa-efecto en función de poder controlar la naturaleza. Descubrir las causas de un fenómeno permite un saber en que se disuelve la sensación de maravilla pero que facilita su "aprovechamiento" en términos de control y poder. Mientras tanto, la semejanza como modo de captación del entorno está en la base de la contemplación. Así el zumbido del trompo remite al fluir de los ríos, y, a través del vocablo yllu, de inspiración onomatopéyica, al tankayllu, al sonido producido por las alas de este animalito; en la misma cadena asociativa se sitúa el danzaq Tankayllu, y, también, los árboles que cuelgan de los abismos. Entonces Ernesto se plantea la pregunta ¿Qué semejanza había, que corriente, entre el mundo de los valles profundos y el cuerpo de ese pequeño juguete móvil, casi proteico, que escarbaba cantando la arena en la que el sol parecía disuelto?... La idea de semejanza hace pensar en una comunidad de lo existente que es captada en el plano sensible y corporal pero que es opaca a la razón. Así se descubren vínculos a través de los cuales se manifiesta una realidad que nos abarca y nos sorprende. Según Foucault, el razonamiento por afinidad marca la cultura occidental antes del racionalismo y está detrás de fenómenos como la alquimia y la cábala. Este comentario se inspira en conversaciones con Santiago López Maguiña y en la lectura de los trabajos de William Rowe sobre la narrativa arguediana.

 

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